Antes del Fin

El país que olvida a sus ciudades

La desaparición del Fondo Metropolitano, la contracción de recursos federales y fórmulas presupuestales ancladas en un México del siglo pasado han producido un modelo fiscal que ya no corresponde a la realidad urbana del país.

México discute el país equivocado. Mientras la conversación pública se consume en la polarización —quién ganó la tendencia del día, quién respondió más rápido, quién lanzó el ataque más viral—, el verdadero país, el que sostiene la economía, la movilidad, la seguridad y el futuro, permanece fuera del debate nacional. Ese país son sus ciudades, y México las ha tratado como una nota al pie.

Durante años, el federalismo urbano ha sido reducido a un asunto técnico cuando, en realidad, es la columna vertebral del desarrollo nacional. La desaparición del Fondo Metropolitano, la contracción de recursos federales y fórmulas presupuestales ancladas en un México del siglo pasado han producido un modelo fiscal que ya no corresponde a la realidad urbana del país. El resultado es evidente: las ciudades funcionan con cargas que no están financiadas y con responsabilidades que no están reconocidas.

Guadalajara, Monterrey, Puebla, Tijuana, Mérida, León, Querétaro y la propia Ciudad de México reciben cada día una población flotante que duplica la demanda de servicios. Sin embargo, sus presupuestos siguen calculándose solo con base en los habitantes residentes. La carga es metropolitana, pero el financiamiento continúa siendo municipal. Esa ecuación, técnica y políticamente, es insostenible.

El caso de Guadalajara es contundente: la ciudad necesita más de 50 mil millones de pesos para rehabilitar infraestructura vial e hidrosanitaria, pero su presupuesto anual ronda los 12 mil 500 millones. La brecha no es un problema administrativo; es una falla estructural del diseño fiscal mexicano. Ninguna ciudad —por eficiente o disciplinada que sea— puede absorber sola los costos regionales derivados de su dinamismo económico.

Mientras tanto, la política nacional sigue atrapada en la inmediatez emocional, discutiendo el ruido y no las decisiones que definirán si México será viable en veinte años.

Por eso es significativo que la propuesta haya surgido desde Guadalajara: reactivar el Fondo Metropolitano y crear un Fondo de Capitalidad para las ciudades que soportan la vida económica de sus regiones. La presidenta municipal, Verónica Delgadillo, puso el tema en la agenda no como un reclamo partidista, sino como una corrección estructural que el país lleva postergando demasiado tiempo. Es una propuesta que no beneficia de inmediato a una administración: beneficia al país en el largo plazo.

Esa diferencia revela dos modelos de liderazgo que hoy conviven en México. El primero es el de quienes fabrican poder desde la polarización, convirtiendo la gestión pública en un espectáculo permanente. Gobiernan desde el impulso, miden su éxito en el volumen del conflicto y confunden intensidad con resultados. Son líderes eficaces para dividir, pero incapaces de sostener proyectos colectivos.

El segundo tipo —menos estridente pero indispensable— es el de quienes entienden que gobernar implica pensar más allá del ciclo inmediato. Quienes construyen reglas, reorganizan estructuras y priorizan soluciones comunes en lugar de réditos momentáneos. Gobernar, en ese modelo, no es ganar pleitos: es construir futuro. La propuesta de Delgadillo pertenece a esta segunda categoría no por afinidad política, sino porque responde a la realidad urbana de México.

La pregunta de fondo es tan simple como incómoda: ¿Puede México sostener su economía sin invertir en las ciudades que la sostienen? Todo indica que no. Y, aun así, seguimos evadiendo una discusión que el federalismo mexicano debió resolver hace por lo menos dos décadas: cómo financiar de manera justa a las metrópolis que generan la mayor parte de la riqueza nacional. Un Fondo Metropolitano restaurado y un Fondo de Capitalidad no son dádivas políticas; son instrumentos indispensables para evitar el deterioro irreversible de las ciudades que mantienen al país en movimiento.

Antes del fin

Aristóteles escribió en Ética a Nicómaco que la virtud consiste en elegir bien incluso cuando el entorno presiona a elegir mal. Decidir desde la razón y el bien común, no desde el impulso ni desde la conveniencia inmediata. Esa es, en esencia, la prueba más alta del poder público.

La propuesta de Verónica Delgadillo encarna precisamente esa ética: la voluntad de resolver lo estructural antes de que lo urgente se vuelva irreversible. No porque genere aplausos, sino porque es lo correcto para la ciudad que gobierna y para el país al que pertenece.

Y esa —como recordaba Aristóteles— es la verdadera medida del carácter: hacer lo que se debe, incluso cuando no conviene hacerlo.

Nadine Cortés

Nadine Cortés

Abogada especialista en gestión de políticas migratorias internacionales.

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