“¿Puede un ser omnipotente crear una piedra tan pesada que ni él mismo pueda levantarla?” Si puede hacerlo, deja de ser omnipotente porque hay algo que no puede levantar. Si no puede hacerlo, también deja de serlo porque hay algo que no puede crear.
La paradoja de la omnipotencia nació en la Edad Media, cuando teólogos como Tomás de Aquino o Agustín de Hipona intentaban comprender los límites del poder absoluto.
Con el tiempo, aquella pregunta dejó de ser teológica y se convirtió en un espejo político. Cada vez que un gobierno cree tener poder ilimitado para imponer su voluntad, cae en la misma trampa: confunde fuerza con razón, control con capacidad, y termina hundido bajo el peso de sus propias decisiones.
El poder absoluto se parece al fuego: cuanto más se concentra, más oxígeno roba. Así arde un país cuando su gobierno confunde control con capacidad.
Lo mismo ocurre cuando el discurso sustituye al diálogo: el poder empieza a escucharse solo, y el eco se vuelve consigna. La omnipotencia política no es fuerza, es la antesala de la impotencia.
México vive hoy esa contradicción. Los productores agrícolas que bloquean carreteras no piden milagros, piden ser escuchados. En los campos donde crece la comida de millones, también germina el cansancio de quienes trabajan sin esperanza.
El cierre de la Financiera Rural, la falta de créditos productivos y la importación de granos subsidiados han dejado al campo en una situación límite.
Un país que fue símbolo de autosuficiencia alimentaria importa hoy maíz, frijol y trigo. No porque haya olvidado sembrar, sino porque quienes lo alimentan fueron olvidados.
Los paros agrícolas no son solo una protesta económica: son una advertencia política. La tierra, a diferencia del poder, no miente.
Un gobierno puede dictar leyes, fijar precios o prometer soberanía alimentaria, pero no puede decretar la lluvia. Puede anunciar apoyos, pero no puede obligar a la tierra a dar fruto. Puede prometer justicia social, pero no puede cosechar cuando siembra indiferencia.
No hay omnipotencia capaz de levantar el campo cuando se le ha dejado caer por años. Cuanto más intenta centralizarlo todo, menos controla. Cuanto más se aferra al poder, más evidente se hace su desconexión.
El poder que se vuelve total termina siendo incapaz de crear acuerdos. Gobernar desde la omnipotencia es creer que la realidad se corrige con decretos.
Pero el poder que no se corrige a sí mismo se oxida. Los grandes errores de Estado casi siempre comienzan con una frase parecida: “Ya lo tenemos bajo control”.
El Estado omnipotente es, en el fondo, un Estado asustado. Teme perder el control y, por miedo, asfixia todo: la crítica, la iniciativa, la libertad de disentir.
Pero el control total no genera estabilidad, genera silencio. Y gobernar entre silencios es gobernar entre ruinas.
La historia mexicana lo recuerda bien. Cada vez que el poder creyó tener el monopolio de la verdad —del campo, del petróleo, de la educación o de la moral— provocó una grieta social.
La Revolución no estalló por falta de recursos, sino por exceso de abusos. El 68 no nació del desorden, sino del autoritarismo. Hoy la tierra vuelve a hablar con la misma dignidad de entonces: con el lodo en las manos y la certeza de que un país no se alimenta de discursos.
¿De qué sirve el poder si ya nadie lo cree capaz de escuchar? El poder que todo lo puede deja de poder lo esencial: escuchar, rectificar, contener.
Sin escucha, la autoridad se convierte en ruido. La fuerza que no se cuestiona se vuelve debilidad. Un gobierno que no acepta límites se condena a la soberbia; y la soberbia, tarde o temprano, se convierte en su piedra.
Antes del fin
Quizá gobernar no sea levantar lo imposible, sino aprender a no crearlo. Porque el verdadero poder no consiste en controlarlo todo, sino en soltar lo que debe ser libre: el pensamiento, la palabra, la tierra. Gobernar también es saber retirarse un paso para que otros respiren.
En la paradoja de la omnipotencia, el poder que todo lo quiere levantar termina aplastado por lo que él mismo creó.
México no necesita gobiernos que carguen piedras imposibles, sino gobiernos capaces de no crearlas. Porque el límite del poder no es su debilidad: es su humanidad.
