La migración climática ya ocurre en México. No es un eclipse futuro ni una hipótesis académica: es hoy. Cuando la tierra deja de sostener la vida, la movilidad deja de ser decisión y se vuelve supervivencia.
Sequías en el norte, lluvias extremas en el sur, ciclones más destructivos en las costas y degradación ambiental sostenida están empujando a familias enteras fuera de su territorio.
Un año malo se aguanta; dos se comen el ahorro; el tercero rompe el arraigo. En ese ciclo, la salida no es laboral planificada: es desplazamiento por inviabilidad.
Las ciudades ya reciben a quienes llegan sin capital, sin redes y sin seguridad social. La frontera norte, cada día más restrictiva, no detiene el flujo: lo redirige hacia adentro.
El resultado es predecible: sobrecarga en vivienda popular, expansión de asentamientos irregulares, presión hídrica y tensión en servicios. Si no hay absorción estructurada, aparece el riesgo de conflicto urbano: disputa por agua, suelo, empleo y atención pública. Esto no es “control migratorio”; es planeación territorial y política urbana de integración.
El costo silencioso
La migración climática no trae remesas; trae demanda de auxilio. No eleva productividad; satura la informalidad. Sus efectos son concretos: salarios contenidos en sectores de baja calificación, encarecimiento de la vivienda asequible, mayor gasto municipal en servicios y emergencias, estrés hídrico y percepción de riesgo para la inversión cuando asoma la ingobernabilidad.
Es un riesgo sistémico interno que exige planeación, presupuesto y gobernanza, no parches ni discursos compasivos de ocasión.
Lo que también migra
No solo se mueven cuerpos: se trasplantan culturas. Con cada familia que sale, viajan los modismos, los tiempos verbales del campo, los silencios de la montaña, los oficios aprendidos en ferias y las fiestas patronales que ordenaban el año.
En la ciudad, esas tramas de sentido chocan con otras: cambia el pan y cambia el horario; la misa patronal se vuelve impracticable; la banda deja de tocar porque ya no hay quien cargue al santo.
Se deshacen microcadenas de valor (panaderías de barrio, mercados de antojo regional, talleres familiares), cae la economía de la fiesta (músicos, floristas, cocineras, artesanos) y se rompe la red de cuidados que suplía al Estado.
La ciudad gana población, pero, si no integra esa cultura, pierde cohesión. Desarraigo doble: de quienes llegan y de quienes reciben. Y esa fragilidad es materia prima para la manipulación política.
Catástrofes que reordenan el mapa
Los últimos años dejaron una estampida silenciosa: huracanes que devastan costas, inundaciones que paralizan estados, deslizamientos que obligan a reubicar comunidades serranas y sequías que revientan economías agrícolas.
El saldo no termina cuando baja el agua ni cuando se remiendan techos; empieza cuando se redistribuyen personas, oficios y memorias. Esa migración no se captura completa en las estadísticas, pero sí en los barrios que crecen sin servicios, en las romerías que desaparecen y en la gastronomía que se diluye.
Tres decisiones inmediatas
1. Plan Nacional de Migración Climática Interna. Mapear riesgos, rutas y ciudades receptoras; fijar estándares para alojamiento temporal y para integración urbana permanente.
2. Economía y cultura como integración. Programas que conecten oficios, cadenas cortas y calendarios festivos con mercados urbanos; la cultura como infraestructura social, no como adorno.
3. Agua y vivienda. Priorizar seguridad hídrica metropolitana y vivienda digna bien localizada; lo contrario es sembrar conflicto.
Antes del fin
La pregunta ya no es si habrá más migración climática, sino cuánto orden tendremos para gobernar su impacto. Si la ciudad no integra, la ciudad revienta.
Si el Estado no anticipa, la presión social la capitalizarán los extremos con promesas rápidas para problemas complejos. La migración climática no es tema ambiental ni nota humanitaria: es una prueba de estrés de nuestro arreglo democrático.
No se gobierna conteniendo cuerpos; se gobierna sosteniendo país. Y un país se sostiene cuando protege su territorio, integra a su gente y preserva lo que la hace comunidad: su lengua, su comida, sus rituales, sus fiestas.
Si el clima expulsa y la ciudad no abraza, lo que se rompe no es solo el mapa: es el sentido. Y cuando se rompe el sentido, lo que sigue no es movilidad humana: es inestabilidad nacional.