El Nobel de la Paz volvió a hablar en español. Este año, el reconocimiento a los defensores de derechos humanos venezolanos no fue una celebración, sino una advertencia.
Premió la resistencia civil de un país que se desangra sin guerra formal, donde millones cruzan fronteras buscando pan, aire y dignidad, y donde la esperanza se ha convertido en una forma de resistencia cotidiana. No hay ejércitos enfrentados, pero sí una sociedad exhausta que intenta seguir viva en medio del colapso.
Venezuela se ha convertido en el espejo más doloroso de América Latina: el recordatorio de lo que ocurre cuando un régimen se aferra al poder hasta vaciar la nación desde adentro, mientras el mundo observa con una mezcla de compasión, miedo y fatiga. Siete millones de venezolanos han huido de su país. No caben ya en los mapas ni en los censos, pero sí en una palabra que América Latina parece haber olvidado: vergüenza.
Porque no hay ideología, ni discurso revolucionario, ni promesa de soberanía que justifique que un pueblo entero tenga que marcharse para sobrevivir.
El Nobel, más que celebrar, diagnostica: la migración se ha convertido en la radiografía moral de un continente que no logra reconciliar justicia con poder. Cada frontera cruzada por un venezolano recuerda que la esperanza también emigra cuando la política deja de servir a la gente, y que ningún muro puede contener la búsqueda de dignidad.
Mientras tanto, en México, otro tipo de desplazamiento asoma: el exilio de la impunidad. Estados Unidos revocó visas a políticos mexicanos señalados por corrupción y vínculos con el crimen organizado. No son deportaciones ni procesos judiciales, sino una forma de exclusión diplomática que actúa sin necesidad de juicio ni sentencia.
Las nuevas fronteras del siglo XXI ya no son geográficas, sino éticas. El mapa del poder se está redibujando no por territorios, sino por conductas, y la pérdida de una visa se vuelve, en ciertos casos, un recordatorio simbólico de que el poder tiene límites aunque los tribunales callen. Es un gesto silencioso, pero elocuente: una forma de decir que hay puertas que el dinero ya no puede abrir.
A unos, el mundo los expulsa por hambre; a otros, por exceso de poder. Unos huyen por necesidad; otros, porque el espejo ya no los deja quedarse. Los primeros cargan su país a la espalda; los segundos lo dejan caer de sus bolsillos. Los migrantes escapan con lo poco que tienen; los corruptos, con lo mucho que robaron.
Pero ambos encarnan un mismo desajuste moral: el de naciones que no saben cuidar a su gente ni exigir cuentas a sus líderes. Porque cuando la corrupción se vuelve parte del paisaje, el exilio ya no es solo geográfico: es una expulsión colectiva de la ética. Y cuando la ética se degrada, la ciudadanía se convierte en una forma de destierro invisible.
Hay migraciones invisibles: las del alma, las del pudor, las del tiempo. Los venezolanos lo saben, pero también los mexicanos que abandonan la política porque no soportan la simulación; los jóvenes que se van porque el mérito se volvió privilegio; los ciudadanos que han dejado de votar porque el desencanto también es una forma de huida. Esa fuga interior es la más peligrosa, porque destruye lo que ninguna frontera puede reparar: la fe en el nosotros.
El desplazamiento de hoy es existencial. Y América Latina, que nació entre destierros, parece condenada a repetirlos. Expulsamos talento, negamos visas a los corruptos y dejamos sin lugar a los decentes. Nos acostumbramos a aplaudir el cinismo mientras ignoramos a los que siguen intentando hacer las cosas bien.
Antes del fin
Es la paradoja de nuestro tiempo: los que deberían quedarse se van, y los que deberían rendir cuentas siguen aquí, refugiados en su impunidad. Seguimos atrapados en un continente donde la vergüenza pública no siempre alcanza para corregir el poder, y donde el poder se cree eterno porque la memoria se borra con facilidad.
Quizá ese sea el verdadero rostro del continente: una región cansada, caminando en círculos entre ruinas y pantallas, buscando una época que todavía no existe. Una América Latina que se mira al espejo y ya no reconoce su rostro, porque la desigualdad y el hartazgo le han borrado las facciones.
Un continente de refugiados del tiempo, de seres que avanzan con los pies en el presente y el alma en un pasado que no termina de irse. Porque hay algo peor que no tener país: no tener memoria para volver a construirlo. Y si alguna vez el futuro decide volver a nosotros, solo podrá hacerlo si aprendemos a reconciliarnos con esa palabra que lo inicia todo: dignidad.
Y con otra que le da sentido a la primera: vergüenza.