Hace un año escribí que Guadalajara había elegido el olivo de Minerva en lugar del manantial de Neptuno. Que, con Vero Delgadillo al frente, la ciudad optaba por la sabiduría frente al estruendo, por el cuidado frente a la imposición. Entonces no faltaron las dudas: ¿podía esa filosofía sobrevivir en la práctica política cotidiana, frente a la polarización y las inercias?
En México, la política atraviesa un tiempo de degradación. Organismos que alguna vez dieron certeza se disuelven sin resistencia. Una Corte que debería ser contrapeso se presenta alineada, casi como un cuadro de Dalí, con bastones de mando que reeditan el presidencialismo más vertical. En paralelo, surgen rostros que intentan encabezar marchas con consignas recicladas y frases que no resuenan. El resultado es una ciudadanía atrapada en una dicotomía falsa: elegir entre lo malo y lo peor. Entre estridencias que se autoproclaman voz de todos y un oficialismo que concentra poder, la democracia se reduce a espectáculo. No es casual que los golpes hayan llegado hasta la máxima tribuna: síntoma de una política que confunde el debate con el insulto.
Ese desgaste cobra caro. La polarización permanente erosiona la confianza y genera hartazgo colectivo. Los mexicanos estamos cansados de que la política se convierta en un ring donde gana quien grita más fuerte, aunque no tenga nada sustancial que ofrecer. Y sin embargo, en medio de ese panorama, hay destellos que permiten pensar que no todo está perdido. Existen liderazgos que, lejos de la estridencia, han elegido gobernar desde la escucha y la coherencia. En lugar de proclamas, han mostrado resultados; en lugar de golpes de efecto, han sembrado procesos duraderos.
Guadalajara es ejemplo de ello. Limpia Guadalajara recuperó el servicio de recolección de basura que parecía no tener salida y, con ello, hizo de la crisis de la basura la oportunidad de la limpieza. El Sistema Municipal de Cuidados, primero en su tipo, acompaña a familias y personas históricamente invisibles. Y los Sábados de Corresponsabilidad se han convertido en símbolo de seguridad ciudadana: la presidenta municipal, mano a mano con sus funcionarios y en algunas ocasiones inclusive el Ejército y Guardia Nacional, recorriendo colonias y recuperando espacios. Esa imagen lo dice todo: el enemigo no es el otro color ni la crítica incómoda, sino la indiferencia que genera abandono, y el abandono que se convierte en inseguridad.
Los Martes Comunitarios completan esta lógica. No son un trámite ni un porcentaje simbólico de presupuesto participativo, sino espacios de escucha activa donde la ciudadanía define prioridades y donde el gobierno organiza su acción. Obras públicas, programas y servicios se diseñan para mejorar condiciones de vida, no para asistir ni generar dependencia. Esa diferencia marca una ruptura con el modelo paternalista y abre la posibilidad de una política de corresponsabilidad real.
Lo notable es que estas prácticas empiezan a replicarse en otras alcaldías, prueba de que la innovación no necesita campañas rimbombantes: basta con demostrar que funciona. Lo que hace un año parecía discurso, hoy es modelo. Lo que entonces se observaba con suspicacia, hoy se constata en la calle.
Más allá de las políticas concretas, el cambio está en el estilo. En un país acostumbrado a liderazgos estridentes, Vero Delgadillo ha mostrado que la firmeza puede ser discreta. Que la autoridad se ejerce con hechos, no con desplantes. Que la cercanía no es espectáculo, sino práctica. Frente a quienes convierten la seguridad en campo de batalla partidista, aquí se eligió sumar y convencer. Frente a quienes diseñan programas para controlar, aquí se construyen políticas para emancipar.
Por eso, al mirar este primer año, la corrección es inevitable. Entonces escribí que Verónica era el nuevo rostro del poder en Guadalajara. Hoy debo reconocer que el alcance es mayor: se ha convertido en un nuevo rostro del poder en México. No porque repita fórmulas, sino porque se atreve a romperlas.
Antes del fin
El mito de Minerva frente a Neptuno nos recuerda que la grandeza no está en la fuerza, sino en la sabiduría que siembra raíces. Guadalajara, a través de Vero Delgadillo, ofrece un símbolo esperanzador: que todavía es posible ejercer el poder con sentido, sin estridencia y sin simulación. Que aún hay nuevos rostros capaces de devolverle a la política su razón de ser: cuidar la vida en común. Esa es la lección más valiosa en un país desgastado por la polarización: que el futuro aún puede escribirse desde otra lógica, y que no todo está perdido mientras existan liderazgos que eligen la escucha sobre el grito y la comunidad sobre la división.