Desde tiempos antiguos, el fuego ha sido enemigo y aliado. En Roma, los vigiles recorrían las calles con cubos de agua y ganchos de hierro para contener las llamas que amenazaban templos y foros; eran conocidos como guardianes de la noche, protectores de la ciudad mientras todos dormían. En Grecia, el fuego ardía en los altares como símbolo divino, y perderlo era un signo de ruina. En cada civilización se ha repetido la misma escena: mujeres y hombres dispuestos a vigilar la frontera más frágil entre la vida y la destrucción. Los bomberos de hoy son herederos de esa vigilia milenaria.
Ayer fue el Día Nacional del Bombero. Y aunque los homenajes suelen pasar rápido, como una chispa en la oscuridad, hay historias que merecen quedarse con nosotros. Guadalajara guarda una de ellas: la de la comandanta Jenny de la Torre Ruelas, primera mujer en dirigir a los bomberos de la ciudad. No llegó allí por azar ni por gestos de cuota: llegó con la autoridad de las guardias nocturnas, de los pulmones curtidos de humo, de las decisiones que se toman en segundos y que deciden si una vida continúa o se apaga.
Nuestra ciudad ha conversado demasiadas veces con el fuego. El Mercado Corona ardió en 1910, en 1919, en 1929 y en 2014. El Mercado Libertad, nuestro San Juan de Dios, fue herido en 2022: cientos de locales consumidos en un puñado de horas, miles de familias sin aliento. El Degollado mismo, guardián de las artes, tuvo que ser rescatado del humo en 2011. El fuego es un visitante recurrente: prueba nuestra fragilidad, desnuda negligencias, pero también convoca a la solidaridad.
En esas madrugadas ardientes hay una imagen que me estremece: las botas. No hay capa, no hay artificios de cine, sólo botas que pisan charcos de grasa, que suben escaleras cargando peso, que avanzan donde nadie más se atreve. Son el símbolo más honesto de un oficio que se juega en silencio, sin reflectores, con un compromiso radical con la vida.
Cuando el mercado San Juan de Dios ardía, las llamas parecían engullir no sólo mercancías, sino los recuerdos de generaciones: la primera bicicleta comprada allí, los olores de la cocina familiar, los pasillos donde se aprendió a trabajar desde niño. Y, entre los escombros, emergieron las figuras con botas. No venían a salvar un edificio: venían a proteger la memoria de todos.
El liderazgo de la comandanta de la Torre es de esos que no necesitan alzar la voz. Ella sabe que una orden clara en medio del caos puede ser más valiosa que un ejército. Que dividir cuadrantes, leer el comportamiento del humo, decidir qué muro se derriba y cuál se protege, es un arte que se perfecciona con disciplina y humildad. Liderar a los bomberos no es mandar: es encarnar la certeza de que la coordinación salva vidas y de que el miedo nunca debe ser más rápido que la respuesta.
Los antiguos decían que el fuego era sagrado, capaz de arrasar o de purificar. Prometeo lo robó para entregárselo a los hombres y, por ese gesto de generosidad, fue condenado a un suplicio eterno. Desde entonces convivimos con esa paradoja: la llama que da calor también puede arrebatarlo todo. Los bomberos son herederos de aquel mito: no roban el fuego, lo doman; no lo ofrecen como don, lo contienen como límite. Y, como Prometeo, también pagan un precio: humo en los pulmones, noches sin descanso, cicatrices invisibles. Son los guardianes modernos de ese pacto frágil que mantiene al fuego como aliado y no como verdugo.
En una ciudad que tantas veces ha dialogado con las llamas, lo que verdaderamente importa es el compromiso cotidiano de sostener a quienes las enfrentan. Porque si hoy contamos esta historia es gracias a mujeres como la comandanta Jenny de la Torre, que encarna la memoria de nuestras cenizas y la voluntad de volver a levantarnos. Ella nos recuerda que el heroísmo no necesita ruido: basta con unas botas firmes sobre la tierra para sostener a toda una ciudad y con el gesto más elocuente de todos: cuando todos corren lejos del fuego, ellas y ellos son quienes corren hacia él.
Conozco a la comandanta. Y puedo decir que en ella late una verdad luminosa: el heroísmo no es un gesto teatral, sino la constancia de quien se levanta una y otra vez, dispuesta a enfrentarse al fuego para que otros regresen a casa.
Por eso, cuando la próxima sirena corte la madrugada, recordemos: los verdaderos héroes no llevan capa. Llevan botas. Y gracias a ellas, nuestra ciudad sigue en pie.
Gracias a las bomberas y bomberos de nuestro país, gracias mi comandanta.