La gentrificación se ha vuelto un fenómeno familiar en las principales ciudades de América Latina. Sin embargo, el foco suele estar en sus síntomas visibles —transformación barrial, inflación inmobiliaria, desplazamiento— y no en las causas estructurales que la alimentan. En el caso mexicano, una de esas causas se ha mantenido extraordinariamente al margen del debate público: la falta de regulación migratoria para nómadas digitales.
México ha consolidado un modelo que facilita la entrada de extranjeros sin necesidad de visa, especialmente a ciudadanos de Estados Unidos, Canadá y Europa. Esta medida, orientada históricamente al turismo y a la integración comercial, ha derivado en un uso intensivo de la figura de visitante temporal para fines que exceden el marco legal previsto: trabajo remoto para empresas extranjeras, desde territorio nacional, sin visado laboral ni regulación fiscal local.
La mayoría de estos perfiles no entran por necesidad, sino por optimización: su poder adquisitivo en pesos triplica o cuadruplica su calidad de vida en comparación con sus ciudades de origen. El resultado no es anecdótico. Es estructural. Viven en México, trabajan para el extranjero y no están obligados a contribuir fiscalmente con el país en el que residen.
Mientras tanto, el Estado mexicano no cuenta con una visa específica para nómadas digitales, ni con mecanismos de registro, estadística, fiscalidad o permanencia. Esta omisión ha generado una zona gris jurídica donde las ciudades absorben los impactos —presión inmobiliaria, desplazamiento cultural, desbordamiento urbano— sin recibir ingresos fiscales proporcionales ni contar con herramientas normativas para ordenar el fenómeno.
Países como Portugal, Alemania, Estonia y Colombia han comenzado a diseñar marcos migratorios ad hoc para este tipo de movilidad: visas de corta duración, exigencia de ingresos mínimos, inscripción fiscal parcial o responsabilidad social territorial. México, por el contrario, ha optado por la omisión funcional: beneficiarse de la presencia, sin nombrarla; permitirla, sin regularla.
Esto no solo erosiona la justicia territorial —al crear desigualdad entre residentes locales y población flotante privilegiada—, sino también la soberanía fiscal: quien vive, consume y presiona sobre el territorio debe, al menos parcialmente, contribuir a sostenerlo.
El argumento de fondo no es restrictivo ni proteccionista. La movilidad internacional es una constante del siglo XXI. Pero toda movilidad necesita reglas claras. Y esas reglas no pueden estar sujetas a la capacidad adquisitiva de quien llega, ni al algoritmo del mercado inmobiliario.
La gentrificación no es el problema en sí. Es el síntoma de una arquitectura institucional que ha decidido no actualizarse. Y en esa omisión, la desigualdad encuentra su pasaporte más silencioso.
Mientras el Estado mexicano mantenga una política migratoria pensada para turistas de los años noventa y no para trabajadores transnacionales del presente, el desequilibrio seguirá creciendo: no por quienes llegan, sino por quienes gobiernan sin nombrar lo que está ocurriendo.
Una visa para nómadas digitales no resolverá todos los efectos. Pero sería un primer paso para poner fin a la incoherencia entre lo que se permite, lo que se evade y lo que se paga.
En política migratoria, como en política fiscal, la ausencia no es neutral: genera distorsión.
ANTES DEL FIN
El Pacto Global para una Migración Segura, Ordenada y Regular, firmado por México en 2018, establece un principio clave: todo Estado debe generar las condiciones normativas para que la movilidad humana no opere en la informalidad ni en la omisión. Sin embargo, en nuestro país, el vacío legal respecto a los nómadas digitales impide cumplir ese compromiso. Mientras tanto, las ciudades enfrentan el desorden, la tensión social y la desregulación sin herramientas suficientes.
Migrar no debe ser privilegio ni castigo, pero permitir que unos crucen sin reglas y otros mueran por cruzarlas es una injusticia estructural.
Porque cuando el Estado no pone reglas claras, el mercado las impone. Y el mercado nunca regula pensando en derechos, sino en rentas.
La ley que no se escribe también reparte el poder. Solo que lo hace en silencio.