Durante siglos, muchas mujeres no pudieron firmar lo que pensaban ni nombrar lo que hacían. Se refugiaron en el anonimato, no por elección estética, sino por supervivencia política. Cuando el poder se convirtió en un espacio que exigía obediencia o castigo, ellas eligieron una tercera vía: resistir sin dejar de crear.
Lo hicieron desde los márgenes, desde el exilio, la cocina, el convento, la clandestinidad. No fue cobardía. Fue estrategia. Fue lo único que quedaba cuando todos los caminos visibles llevaban al escarnio o a la hoguera.
En 1691, desde el Convento de San Jerónimo, Sor Juana Inés de la Cruz escribió su célebre Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. No fue una súplica: fue un manifiesto. Una defensa feroz —envuelta en cortesía— del derecho de una mujer a pensar, leer y escribir. Lo pagó caro. Fue silenciada, obligada a deshacerse de su biblioteca, a callar. No por irreverente, sino por lúcida. El poder, cuando se siente interpelado por quien considera subordinado, históricamente responde con censura.
En Europa, entre los siglos XV y XVIII, se calcula que más de 50 mil mujeres fueron ejecutadas por supuesta brujería. El crimen real era otro: sanar sin permiso, hablar sin mediación, saber sin autorización. La historiadora Silvia Federici ha documentado cómo estas persecuciones consolidaron un modelo de poder que excluía cualquier forma de saber no institucional.
Muchas de esas mujeres eran curanderas, parteras, herederas de saberes populares. No fueron mártires pasivas. Defendieron sus conocimientos ante inquisidores que jamás leyeron un tratado médico. Lo que encarnaban —cuidado, autonomía, comunidad— era una amenaza real al modelo patriarcal de control.
A lo largo del tiempo, algunas mujeres no destruyeron el poder, pero sí lo desobedecieron. No lo imitaron: lo transformaron.
Harriet Tubman, esclavizada en Maryland, escapó y volvió al sur al menos trece veces para liberar a decenas. Alexandra Kollontai, diplomática soviética, defendió el derecho al placer femenino y la corresponsabilidad del Estado en los cuidados. Rigoberta Menchú, indígena k’iche’, convirtió su historia de violencia estatal en una denuncia global y una narrativa de dignidad.
Y también Wangari Maathai, en Kenia, que enfrentó arrestos, censura y agresiones por liderar el Movimiento Cinturón Verde, reforestando y empoderando a miles de mujeres desde la raíz.
Muchas de ellas hoy no tienen biografías oficiales. Pero sostienen una forma de poder silenciosa, no por débil, sino por consciente. Son defensoras de derechos, científicas, lideresas comunitarias, juezas, campesinas organizadas. Ejercen autoridad sin recurrir al miedo. Transforman sin parecerse a los de antes.
No se proclaman como símbolo de nada. Pero encarnan otra posibilidad: la de ejercer poder sin renunciar a sí mismas.
Llamarlas “sacerdotisas” no es convertirlas en mito, sino reconocer una forma de liderazgo que ha existido siempre pero ha sido sistemáticamente ignorada: la que transforma sin destruir, la que cuida sin obedecer, la que construye sin claudicar.
Muchas fueron borradas. Algunas sobrevivieron bajo nombres prestados o instituciones que no las reconocieron. Pero las que perdonaron al poder —no por sumisión, sino por visión— abrieron otra puerta: la del poder que no se impone, sino que sostiene.
Y eso, en un mundo donde aún se confunde mando con violencia, es lo más revolucionario que puede hacerse.