Antes del Fin

El movimiento que Morena no pudo contener

Cuando Morena nació en 2014, el obradorismo ya era una mística. El partido, en cambio, fue logística. Nació para competir, no para convocar. Construyó estructura, pero no doctrina. Ganó votos, pero no identidad.

Cómo el obradorismo sobrevivió al partido que lo capitalizó, pero no logró sostener su alma

En una política mexicana habituada al cálculo, al pacto discreto y al tecnócrata blindado, Andrés Manuel López Obrador rompió el guión. No lo hizo desde la técnica ni desde la estrategia partidista, sino desde la narrativa: encarnó el agravio colectivo, habló en primera persona del plural, y convirtió su figura en símbolo de una transformación que no empezó en un partido, sino en el hartazgo popular. El obradorismo fue, antes que nada, un fenómeno emocional, simbólico y cultural.

Morena heredó esa energía, pero no supo qué hacer con ella.

México 2006: el mapa emocional del hartazgo

En 2006, México era un país herido. La alternancia política no había traído justicia. El 47% de la población vivía en pobreza; más del 70% desconfiaba de los partidos. Las instituciones hablaban de estabilidad macroeconómica; el pueblo, de abandono emocional. En ese escenario, López Obrador emergió como el único que nombró el dolor.

No pedía calma institucional. Exigía memoria.

Los mítines no fueron actos de campaña. Fueron rituales. El Zócalo dejó de ser una plaza política y se convirtió en santuario del agravio. AMLO no hablaba desde la legalidad, sino desde una ética del compromiso. Tocó una fibra profunda: la del abandono, no como estadística, sino como identidad colectiva.

De opositor a símbolo: el nacimiento del personaje

Tras 2006, López Obrador dejó de ser un político tradicional. Se convirtió en personaje histórico. Se forjó una narrativa en la que la terquedad se volvió virtud, la austeridad una ética y la desobediencia, una fidelidad al pueblo.

No representaba: encarnaba.

Inspirado en figuras fundacionales como Juárez o Madero, AMLO operó fuera de las élites. Su legitimidad venía de abajo, del tianguis, del barrio, del campo. No fue populismo en su sentido vulgar: fue una retórica con dirección moral. Su personaje no fue un invento, sino un espejo. Y en un país de espejos rotos, eso fue revolucionario.

El discurso fundacional: entre la derrota y la consagración

El 20 de noviembre de 2006, López Obrador se proclamó presidente legítimo. No buscaba tribunales, buscaba redención. Fue un acto de consagración simbólica: no pedía justicia, se asumía como encarnación de ella.

Su frase “el pueblo tiene derecho a abolir lo que no le da felicidad” no estaba en la Constitución, pero resonaba con la historia de las resistencias. Su palabra fue liturgia, y su narrativa, refugio. La política se volvió rito. El poder se volvió voz.

Morena: estructura sin mito

Cuando Morena nació en 2014, el obradorismo ya era una mística. El partido, en cambio, fue logística. Nació para competir, no para convocar. Construyó estructura, pero no doctrina. Ganó votos, pero no identidad.

Morena no generó símbolos propios. No desarrolló pensamiento, ni ha formado cuadros ideológicos. Integra políticos de todas las procedencias sin una visión común. Cree ser el pueblo organizado, pero se organiza desde arriba. Cree ser el heredero del obradorismo, pero no tiene mitología propia.

La fatiga simbólica del movimiento

Morena sigue ganando, pero ya no conmueve. Ha entrado en lo que podríamos llamar fatiga simbólica: repite eslóganes sin producir sentido nuevo. Ha perdido el monopolio del relato. Postula candidatos contradictorios, pacta con viejos adversarios y gestiona poder sin liturgia.

El México de 2025 ya no busca redención. Busca eficacia. Y cuando un proyecto moral no entrega resultados, se transforma en decepción.

El símbolo que no supieron cuidar

Morena no fue derrotado por sus enemigos. Se está vaciando por dentro. Administra las reglas que prometió transformar. Sustituyó la promesa ética por la lógica de cuotas. Ganó gobiernos, pero perdió alma.

El obradorismo verdadero no está en las boletas ni en las mañaneras. Está en la memoria colectiva, en quienes aún esperan justicia, dignidad, palabra cumplida. El poder simbólico no se hereda. Se honra.

Y los movimientos no mueren cuando pierden elecciones. Mueren cuando olvidan por qué nacieron.

Nadine Cortés

Nadine Cortés

Abogada especialista en gestión de políticas migratorias internacionales.

COLUMNAS ANTERIORES

Tejer es sostener la economía
La cárcel de Stanford se volvió política migratoria

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.