Ningún país avanza si las mujeres retroceden. Ninguna economía prospera si quienes la sostienen colapsan.
Y, sin embargo, el sistema económico insiste en tratar el aporte de las mujeres como si fuera marginal. Se romantiza el trabajo de cuidados como si fuese vocación natural, y se mira a las redes entre mujeres como gestos emotivos, cuando en realidad son arquitecturas de supervivencia y motores de prosperidad colectiva.
En México y en el mundo, las mujeres sostenemos más de lo que se ve. No lo digo como elogio, sino como alerta. Porque el sistema actual sigue tratando nuestro aporte como algo simbólico, cuando en realidad es una pieza estructural sin la cual la economía colapsaría.
Según la Cepal, más del 70% del trabajo de cuidados no remunerado en América Latina es realizado por mujeres. En México, esto representa entre el 21% y el 27% del PIB ampliado. Si las mujeres que cuidan, organizan, enseñan, alimentan, gestionan y contienen dejaran de hacerlo un solo día, el sistema se paralizaría. No por ideología. Por logística.
Y aun así, ese esfuerzo queda fuera del radar de la productividad. No aparece en el SAT, no cuenta para la banca y no se refleja en los indicadores de competitividad. Pero sí en el bienestar de millones y en la viabilidad del desarrollo.
Ahora pensemos: ¿qué pasa cuando esas mujeres colapsan? Cuando no hay redes, ni acceso al crédito, ni cuidado para quienes cuidan, ¿quién sostiene a la que sostiene?
La respuesta es clara: nadie.Y ese vacío es una amenaza económica.
Por eso, fomentar redes entre mujeres no es solo una propuesta social: es una política económica urgente.
Cuando una mujer tiene una red sólida, su capacidad de emprender, innovar, invertir, trabajar o participar políticamente se multiplica. Cuando no la tiene, su capacidad de sostenerse —y de sostener a otros— se reduce. Y si suficientes mujeres caen, el sistema cae con ellas. No es poesía. Es macroeconomía.
Lo sé porque me sostiene una red de mujeres que no solo me acompaña, sino que piensa conmigo, produce conmigo y construye realidades.
Pienso en mi hermana, Magnolia, matemática, que decidió resolver una ecuación urgente: la de las mujeres en la industria del vino. Lidera equipos tradicionalmente masculinos para abrir una forma de consumo basada en el sentido. Para ella, cada botella debe ser accesible, no solo exclusiva. Su obsesión no son los márgenes: es la justicia.
Como Sabrina Díaz Ibarra, que acompaña procesos de transformación en organizaciones complejas y se ha dedicado a que mujeres que marcan el destino de muchos no se caigan.
O Martha Cristina Merino, que transiciona de la pasarela a una congruencia íntima aún más admirable. Su belleza nunca fue decorado: fue lenguaje. Su coherencia, liderazgo radical.
Con Verónica Delgadillo, la política se vuelve humana. Cada acción que toma está tejida desde el cuidado, incluso frente a la dureza institucional. Donde otros ven gobernanza, ella ve comunidad.
Marina Díaz Ibarra dejó la cima corporativa por el mar, la escritura, la autonomía. No desapareció: hoy incide desde otro poder, uno que no necesita controlarlo todo para impactarlo todo.
Y Patricia Pomies, que lidera operaciones globales en tecnología sin perder de vista a quién debe servir el crecimiento. Cada decisión que toma no la toma sola: trae consigo un coro de otras por venir.
A todas ellas las une algo más poderoso que el prestigio: la conciencia de red. Esa forma de estar que no compite, sino construye. Que no excluye, sino que expande.
Gracias a ellas, hoy tengo acceso directo a líderes globales: desde jefes de Estado hasta referentes culturales y económicos. No por azar. Por estrategia afectiva. Porque tejimos bien.
Y tejer bien, hoy, es resistencia. Pero también es futuro.
Antes del fin
Este texto es para usted, lector o lectora de EL FINANCIERO. Porque el tejido entre mujeres no es una conversación privada: es un hecho económico. Y cada vez que una de nosotras puede cuidar sin colapsar, decidir sin miedo, emprender sin permiso, ser parte de la mesa sin que eso implique ser la mujer maravilla, eso genera valor.
Valor real. Valor que se mide. Valor que transforma.
Ese es mi círculo.
Mi economía afectiva, productiva, política.
Ese es mi mayor capital.
Y la red más estable del futuro.
Porque en los días al borde del colapso, voltear y saberme sostenida ha sido lo que me ha permitido seguir dando voz a quienes aún no la tienen.Y hoy, creo que es válido decirlo con claridad: el verdadero valor está en eso que ni siquiera nos enseñaron a ver como valioso.
En lo invisible.
En lo que sostiene sin ser nombrado.
Ahí está el centro.
Ahí está el futuro.