En un aeropuerto de Estados Unidos, una mujer es separada de su bebé frente a decenas de pasajeros. No hay explicación clara, no hay juicio inmediato. Hay uniformes, hay poder, hay obediencia. Gloria Estefan presenció esta escena y la narró con la voz quebrada: lo que presenció no fue una simple detención, sino un acto de despojo. Uno que era, en sus palabras, absolutamente innecesario.
Escenas como esta no son la excepción: se repiten en talleres, iglesias, hospitales, estaciones de tren. Desde el segundo mandato de Donald Trump, más de 100 mil personas han sido arrestadas por ICE. Las detenciones diarias superan las 2 mil. La política migratoria ha mutado en otra cosa: no busca administrar flujos, sino infundir miedo, sembrar obediencia, disolver los límites morales de los funcionarios que la ejecutan.
Esto no es solo una decisión política. Es un experimento social a gran escala. Uno que tiene antecedentes inquietantes.
En 1971, Philip Zimbardo organizó el experimento de la cárcel de Stanford. Estudiantes comunes asumieron los roles de prisioneros y guardias. En menos de una semana, los “guardias” comenzaron a humillar, castigar y despojar de dignidad a sus compañeros. El experimento tuvo que suspenderse. La conclusión: cuando se otorga poder sin consecuencias, incluso personas ordinarias pueden ejercer crueldad extrema.
Una década antes, Stanley Milgram demostró cómo individuos comunes eran capaces de aplicar lo que creían eran descargas mortales a otras personas si una figura de autoridad se lo ordenaba. La obediencia pesaba más que la conciencia.
Hoy, ese tipo de obediencia se ha institucionalizado. Y la frase que lo resume todo es: “solo estaba haciendo mi trabajo”.
Es la frase que permite que un agente arranque a un niño de los brazos de su madre. Que un oficial detenga a un estudiante en la puerta de su escuela. Que una familia sea expulsada sin una audiencia justa. No se trata de excepciones. Se trata de un sistema que ha sido diseñado para operar sin empatía, sin duda, sin resistencia interna.
El impacto de esta política va más allá de la detención. Lo que se busca es quebrar el tejido social de comunidades binacionales como las de Los Ángeles, Chicago o Nueva York. Generar miedo sostenido, silencio estratégico, sumisión anticipada. En palabras de Achille Mbembe, es necropolítica: una gestión de la vida y la muerte social desde el aparato estatal.
Los efectos son tangibles: madres que duermen con una mochila lista por si ICE toca la puerta. Niños que aprenden a callar, a no mirar a los ojos, a esconderse. Trabajadores que dejan de ir al médico por temor a ser delatados. La ley ha dejado de ser un marco de justicia: se ha vuelto un dispositivo de terror.
Y, sin embargo, quienes ejecutan estas acciones no se perciben como parte del problema. Se ven a sí mismos como funcionarios eficientes, como personas que cumplen con su deber. El sistema no les pide pensar: les pide actuar. Ahí es donde la teoría de Hannah Arendt sobre la “banalidad del mal” cobra sentido: la mayoría de los crímenes más atroces no fueron cometidos por monstruos, sino por burócratas que firmaban papeles sin mirar a quiénes afectaban.
La humanidad se pierde cuando se sustituye la conciencia por el procedimiento. Cuando la pregunta ética se aplaza indefinidamente porque alguien “solo sigue órdenes”.
Las personas migrantes en Estados Unidos aportan más de 2.4 billones de dólares al PIB y pagan más de 30 mil millones en impuestos anuales (Migration Policy Institute, 2024). Sostienen sectores clave como la agricultura, la construcción y los cuidados. Pero se les trata como cuerpos prescindibles.
Y lo que es peor: su sufrimiento no genera duelo. Judith Butler lo llama “vidas que no se lloran”. Se ha instalado una narrativa que desactiva la empatía: se asume que, si son detenidos, algo habrán hecho. El racismo institucional hace el resto.
ANTES DEL FIN
La historia ya nos ha advertido sobre lo que ocurre cuando normalizamos la obediencia sin conciencia. Stanford duró seis días. Pero este experimento sigue vigente. Y estamos adentro.
Queda, sin embargo, una posibilidad. No está en las instituciones. No está en las leyes. Está en la conciencia individual de quienes se atreven a decir que no. Que no todo lo legal es justo. Que no toda orden debe cumplirse. Que hay una línea íntima, ética y profunda, que nos obliga a mirar al otro como igual. Y si esa línea se respeta, si alguien se atreve a cruzar en sentido inverso, tal vez podamos interrumpir el experimento.
Porque si algo nos enseñaron Stanford y Milgram es que la crueldad necesita cooperación. Pero también nos enseñaron algo más: que siempre hay quien se niega a obedecer. Y en esa negación, comienza la resistencia.