Antes del Fin

Red tape: el costo moral de una burocracia obediente

El ciudadano que espera una solución encuentra puertas cerradas. El servidor público que quiere actuar encuentra barreras invisibles. Con el tiempo, la frustración muta en resignación.

El caso de un pequeño negocio que fracasa antes de abrir, pese a haber cumplido cada trámite, expone una paradoja dolorosa: cuando todos hacen lo que les corresponde, pero nada ocurre. Esa es la lógica del red tape: cuando el cumplimiento sustituye al criterio, la maquinaria institucional se detiene sin que nadie sea culpable.

En México, esta trampa no es hipotética. Tiene costos concretos y mensurables. Las empresas pierden, en promedio, 506 horas al año resolviendo trámites. Son 21 días laborales dedicados no a producir, sino a sobrevivir al proceso. Esa carga, repetida a escala nacional, representa un costo económico del 7.5 al 8% del PIB, según estimaciones empresariales. Aunque el ámbito federal ha reducido parcialmente este peso —a cerca de 2.7% del PIB—, en los gobiernos estatales se mantiene entre 5 y 6%, consolidando una burocracia que, lejos de resolver, ralentiza.

Y el problema no se limita al sector privado. Dentro del propio aparato gubernamental, el red tape absorbe tiempo, decisiones y dinero. Entre 2015 y 2019, los gobiernos estatales incrementaron su gasto administrativo en casi 9% en términos reales, alcanzando más de 687 mil millones de pesos. En ese mismo año, solo la Ciudad de México destinó 117 mil millones a su operación burocrática. Muchos de estos recursos no mejoran servicios ni fortalecen instituciones: simplemente sostienen estructuras que se gestionan a sí mismas.

Más grave aún es el costo interno: decisiones que no se toman, funcionarios que saben qué hacer pero no pueden hacerlo. Lo que comienza como un sistema de garantías se transforma en una red de inhibiciones. Los controles se duplican, las validaciones se encadenan, los oficios se cruzan… pero el problema de fondo no se resuelve. Y, mientras tanto, la urgencia sigue esperando.

El daño es doble. El ciudadano que espera una solución encuentra puertas cerradas. El servidor público que quiere actuar encuentra barreras invisibles. Con el tiempo, la frustración muta en resignación. Y la resignación, en parálisis. Porque en este sistema, actuar con juicio puede ser más peligroso que no actuar. El cumplimiento es premiado; la iniciativa, castigada.

Y así, pensar se vuelve una amenaza. Lo más seguro es seguir el instructivo, incluso si no tiene sentido. Se confunde responsabilidad con blindaje. La prioridad ya no es resolver, sino no equivocarse. Se mide el trabajo por entregables, no por impacto. La estructura se conserva, pero su vocación se diluye.

El red tape no nace del error, sino del miedo. Miedo a fallar, miedo a actuar, miedo a asumir el riesgo de decidir. Pero ese miedo, institucionalizado, termina costando más que cualquier falla. Porque cada trámite innecesario es una oportunidad perdida. Y cada peso que sostiene un paso inútil es un recurso que no llega a donde hace falta.

Reducir esta trampa no es tarea técnica. Es una decisión institucional profunda. Requiere rediseñar procesos, proteger el juicio, valorar el criterio. Requiere formar servidores capaces de distinguir entre lo útil y lo redundante, entre lo legal y lo justo. Requiere redefinir la responsabilidad como la capacidad de lograr resultados, no solo de evitar sanciones.

La tecnología puede ayudar, pero no basta. Digitalizar lo inservible no lo hace más eficaz. La transformación de fondo es cultural: pasar de un Estado que desconfía de sus agentes a uno que los habilita. De uno que premia la pasividad a uno que honra la resolución.

Antes del fin

El red tape no es solo una maraña de trámites; es el reflejo de una cultura pública que ha dejado de confiar en sus propios agentes. Es el síntoma de un sistema que prioriza el cumplimiento por encima del propósito, la forma sobre el fondo y el control sobre el criterio. Cuando la obediencia sustituye al juicio, la burocracia deja de servir y comienza a perpetuarse. Y en esa lógica, se pierden no solo tiempo y recursos, sino vocaciones, oportunidades y confianza ciudadana. Reformar esta estructura no es una tarea técnica: es una decisión moral. Exige rediseñar, repensar y, sobre todo, recuperar la responsabilidad como compromiso con el otro. Porque si no lo hacemos, seguiremos llenando carpetas mientras la realidad, la urgente, la viva, espera del otro lado del mostrador.

Y mientras esa lógica prevalezca, todos perdemos.

Nadine Cortés

Nadine Cortés

Abogada especialista en gestión de políticas migratorias internacionales.

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