El mundo arde. Y lo más inquietante no es el fuego, sino la falta de gritos.
Un rascacielos se incendia en Dubái y no se interrumpe la programación. Un avión cae en la India con más de 240 personas a bordo y, en redes sociales, es apenas una nota que dura cinco segundos en el scroll. Gaza sigue destruida, imposibilitada de recibir ayuda humanitaria, mientras Irán ataca a Israel. En otro extremo del planeta, Estados Unidos celebra 250 años de Fuerzas Armadas con desfiles y cazas cruzando los cielos. Todo, absolutamente todo, ocurre al mismo tiempo. Como si se tratara de un tablero de ajedrez global con piezas que se mueven sin preguntar.
Y sin embargo, nadie grita.
La ética de la deshumanización se ha normalizado. Nos dicen que no pasa nada mientras todo se cae a pedazos. Hemos cruzado una frontera: la del desgano moral. La insensibilidad se ha vuelto un modo funcional de existir.
En África oriental, las sequías extremas provocan hambrunas que afectan a millones. En el sur de Brasil, las inundaciones han desplazado a más de medio millón de personas. Mujeres son mutiladas en nombre de creencias religiosas —en Somalia, Sierra Leona, Sudán— mientras en otras partes del mundo son silenciadas por algoritmos, canceladas por envejecer, por hablar, por recordar. La opresión cambia de máscara, pero es la misma mano la que aprieta.
¿Y de qué sirve conmovernos en los museos de la memoria si memoria es lo que nos falta? ¿De qué sirve llorar mientras subimos a un vagón restaurado que nos relata cómo estaban hacinadas las personas antes de ser llevadas a campos de concentración? Si hoy lo estamos viendo. Si hoy lo estamos viviendo. Si los migrantes cruzan en vagones igual de inhumanos, si La Bestia recorre México arrastrando cuerpos desesperados que son golpeados, violados, secuestrados y desaparecidos. ¿Cuál es la diferencia entre esos vagones y los de antes? ¿Dónde está la línea ética entre historia y presente?
Nos horrorizamos con los relatos del genocidio en Ruanda, de las caravanas de la muerte en el genocidio armenio, de los videos del nazismo. Pero hoy vemos pasar las caravanas de migrantes y lo primero que hacemos es señalar. Pensamos que traen consigo una amenaza, nunca una urgencia. Nunca una vida rota.
Ese es el punto: nos horrorizamos de lo que hicieron otros, pero no de lo que permitimos nosotros. Hay un alivio cómodo en condenar el pasado. No exige acción. Solo memoria. Pero el presente nos confronta. Y lo eludimos.
¿Por qué protestamos por las mujeres mutiladas a miles de kilómetros de distancia, pero ignoramos a las adolescentes migrantes que usan pañal para protegerse de las violaciones durante su tránsito? ¿Dónde está el activismo para ellas? ¿Dónde está la indignación pública?
¿Por qué señalamos con solemnidad a los criminales del pasado y toleramos con resignación a quienes hoy repiten las mismas lógicas? Hacemos memes. Nos reímos. ¿Qué nos pasa?
Hoy todo el mundo es un museo de la memoria y la tolerancia. Solo que sin placas, sin guías, sin exposiciones ordenadas. Está ocurriendo en vivo. Aquí. Ahora. Y quienes lo notan, callan. Porque nadie quiere parecer loco.
¿Pero qué importa parecer locos en un mundo dormido?
La humanidad no solo sufre, también deja de preguntar. ¿Quién ordenó ese ataque? ¿Quién decidió que tal comunidad debía desaparecer? ¿En qué momento entregamos el derecho a opinar sobre si una bomba debe caer o no? El G7 se reúne —solo siete países— y entre acuerdos económicos y defensivos, también deciden implícitamente quién vivirá y quién no. ¿Nos preguntaron? ¿Leímos el contrato?
Nos hemos vuelto espectadores del apocalipsis. Nos cruzamos de brazos y decimos “qué fuerte” mientras vemos, desde un dispositivo, cómo se desmoronan casas, cuerpos, convicciones. Y todo eso no nos roba más de cinco segundos.
Mientras tanto, luchadores sociales son silenciados. Líderes éticos mueren en la sombra. Políticos honestos son devorados por estructuras corruptas que premian la obediencia ciega y castigan la conciencia. Y nosotros… como si nada.
Nos conmueve más la vida amorosa de una celebridad que el genocidio sistemático de un pueblo. Más quién ganará un reality que cuántas familias han sido desplazadas. Vivimos en un presente roto, anestesiado por el entretenimiento, donde el sentido común ha sido sustituido por el zapping emocional.
Y sí, también hay quienes resisten. Quienes se desvelan leyendo leyes, quienes no pueden dormir por el peso del cargo. Pero a esas personas se les exige perfección. No pueden fallar, ni llorar, ni enojarse. Mientras que al corrupto se le justifica, al tirano se le aplaude, al líder autoproclamado se le ofrece un púlpito.
Y también hay quienes se dejaron arrastrar por la marea. Por los reflectores o por el silencio. Figuras que alguna vez fueron símbolo de conciencia global, pero olvidaron que la visibilidad no es sinónimo de valentía. Cuando una causa se convierte en una oportunidad mediática, el mensaje se pervierte. La escena se disuelve y el impacto se pierde.
No es solo una activista, no es un líder religioso, no es un político que negocia a espaldas de los pueblos. Somos nosotros. Somos quienes dejamos pasar. Quienes toleramos, justificamos o nos quedamos en silencio. Porque todo lo anterior no es una colección de excepciones. Es un espejo.
Y ese espejo duele.
¿Y qué decir de quienes usan la retórica de la justicia social para enriquecerse? ¿Cuántos negocian contratos en nombre de los pueblos indígenas sin incluirlos? ¿Qué cinismo se necesita para sentarse en un café a comentar con sorna cuánto dinero se le va a “rebasar al pueblo”, y luego pronunciar discursos sobre dignidad y lucha colectiva?
Y lo peor: a esas personas se les cree. Mientras tanto, quienes hacen bien su trabajo son tachados de ingenuos. Como si la ética fuera una debilidad. Como si la conciencia estorbara.
Y no podemos dejar fuera otro de los absurdos más dolorosos: hay líderes religiosos que pretenden dictar lo que es correcto según sus dogmas, mientras encubren lo verdaderamente aberrante. Ocultan, protegen o callan ante quienes abusan de la fe. Y no abusan cualquiera: abusan de los más indefensos, de aquellos que todavía podían creer.
Y ahí está el error más profundo: pensar que señalar a las minorías que deciden es suficiente para detenerlas. No lo es. Porque ellas se escudan en nuestro letargo. Porque las decisiones más devastadoras no se imponen: se filtran. Se permiten. Se repiten en la mesa, en la broma, en el voto perezoso, en el silencio del que no quiere parecer intenso.
Hannah Arendt lo dijo: el mal no siempre proviene del odio, sino de la obediencia sin reflexión. De cumplir órdenes sin preguntarse por su legitimidad moral. Hoy, esa reflexión grita por ser escuchada.
Bauman habló de la fragilidad de los vínculos. Byung-Chul Han del cansancio existencial de una sociedad que se autoexplota. Simone Weil defendía que la atención radical al sufrimiento del otro es el principio ético más alto. Pero en la era del algoritmo, el sufrimiento dura lo que tarda en aparecer la siguiente notificación.
¿Y qué pasa si ya nadie escucha?
Cuando todo duele, dejamos de sentir. Cuando todo se vuelve rutina, dejamos de actuar. Ese es el peligro más grave: no la catástrofe en sí, sino la resignación generalizada.
La humanidad no puede delegar más su conciencia. Sí, hay estructuras que oprimen. Pero también hay indiferencia, complicidad, cobardía. Y no basta con señalar a quienes detentan el poder si no estamos dispuestos a confrontar nuestras propias omisiones.
¿Y qué estamos dispuestos a hacer? ¿A qué estamos dispuestos por recuperar la fe, la comunidad, el sentido? ¿En qué momento nos convencimos de que no tenemos nada que ver con las guerras?
Esto no es una metáfora. El mundo se incendia. Se desborda. Se polariza. Y lo hace frente a nuestros ojos… y no reaccionamos.
Este no es un llamado al rey. Ni al que se cree rey. Es un grito a quienes saben que hay una línea que no se cruza. A quienes creen que gobernar no es negociar la conciencia. A quienes entienden que el poder, sin integridad, es solo devastación organizada.
Porque todavía estamos a tiempo. Pero ya no queda mucho.