Antes del Fin

Migrar, enviar, callar: el nuevo contrato social

La narrativa nacional convierte al migrante en héroe económico, pero lo deshumaniza en el camino. Se le honra por enviar dólares, no por existir.

En abril de 2025, las remesas enviadas desde Estados Unidos a México cayeron 12.1% en comparación con el mismo mes del año anterior. Es la mayor caída desde 2012. Los economistas atribuyen el descenso a la pérdida de empleo en sectores que contratan a migrantes, al encarecimiento del costo de vida en EU y a factores estacionales. Pero hay una explicación más profunda que no aparece en las gráficas de Banxico ni en los comunicados de los bancos: la atmósfera se volvió invivible.

La verdadera estrategia de Donald Trump no son las deportaciones masivas —aunque las amenaza—. Es el uso de la palabra como arma: discursos que señalan, que degradan, que despojan. No se necesita una redada cuando basta con hacer sentir que la redada está siempre a la vuelta de la esquina. La criminalización simbólica del migrante ha generado una psicosis colectiva. El mensaje no es que no entres a Estados Unidos, sino que, si te atreves a quedarte, que te duela.

Los migrantes ya no solo enfrentan la explotación laboral y la separación familiar. Enfrentan el señalamiento constante. Se han convertido en los chivos expiatorios perfectos de una nación que se niega a mirarse al espejo. La política migratoria se volvió una máquina de fabricar angustia: no importa tu estatus legal, importa que sientas que en cualquier momento puedes ser señalado como una amenaza.

Y así, cada remesa enviada desde ese país hostil es una paradoja: un acto de amor que nace del miedo. Una transacción financiera que oculta un drama psicológico. Los gobiernos receptores aplauden los miles de millones que ingresan —más de 64,745 mil millones en 2024—, pero rara vez se preguntan a qué precio emocional se generan. Detrás de cada transferencia hay alguien que sacrificó su salud mental, su seguridad y muchas veces su dignidad.

Lo que no se discute es que enviar remesas se ha vuelto, en muchos casos, una forma de autocensura. El remitente sabe que si alza la voz, si protesta por mejores condiciones o exige derechos, puede poner en riesgo su empleo o su residencia. Entonces, calla. Se inmola en silencio. Y así, el país de origen recibe el dinero, pero pierde al sujeto. Celebra los números, pero ignora las fracturas que los sostienen.

La narrativa nacional convierte al migrante en héroe económico, pero lo deshumaniza en el camino. Se le honra por enviar dólares, no por existir. Se le exige que sostenga hogares enteros, pero no se le garantiza ningún espacio de contención, cuidado ni retorno digno. Y cuando deja de enviar —como ahora—, se le culpa de la caída sin reconocer que quizás lo que colapsó fue algo más íntimo: su voluntad, su salud, su esperanza.

La retórica antiinmigrante no solo margina: desarticula la subjetividad. El migrante comienza a dudar de su pertenencia, de su derecho a estar, a hablar, a respirar sin miedo. Se vuelve proveedor, pero se borra como persona. Se vuelve indispensable, pero desechable. Su cuerpo permanece, pero su voz se disuelve.

Si no entendemos esta dimensión emocional y simbólica de las remesas, nos quedaremos con la estadística y perderemos el mensaje. El verdadero impacto de las políticas migratorias no está solo en los cruces fronterizos ni en las tasas de envío, sino en lo que hacen con la psique de millones de personas: cómo las fragmentan, las silencian, las vuelven presas del deber de sostener a otros, incluso cuando ya no pueden sostenerse a sí mismas.

La caída de las remesas no es solo un fenómeno financiero. Es una grieta en el alma colectiva de quienes han sido expulsados dos veces: primero de su país, luego de su humanidad.

Antes del fin

¿De qué sirve medir la remesa como motor económico si no se reconoce su origen como fractura humana?

Convertir el daño emocional en cifras también es posible. Se podría calcular cuánto cuesta una crisis de ansiedad sostenida, un duelo migratorio no atendido, una familia que se desintegra por la distancia emocional que deja el exilio laboral. Y con ese cálculo, diseñar una política pública de retorno, de salud mental transnacional, de acompañamiento a remitentes y receptores.

Porque si vamos a vivir de las remesas, debemos también cuidar de quienes las mandan. No hay economía fuerte que se sostenga sobre cuerpos agotados y mentes al borde.

Y no hay patria digna si se olvida de quienes la sostienen desde el miedo.

Nadine Cortés

Nadine Cortés

Abogada especialista en gestión de políticas migratorias internacionales.

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