Antes del Fin

El migrante como rehén del populismo binacional

Se valora al migrante por los dólares que envía, no por los derechos que le corresponden. Se le celebra en discursos, pero se le margina en decisiones.

La reciente propuesta en el Congreso de Estados Unidos para imponer un impuesto del 5 por ciento a las remesas no es solo una amenaza económica. Es una advertencia política. Más allá del impacto sobre millones de familias mexicanas, revela algo más grave: el uso sistemático del migrante como ficha electoral por parte de gobiernos que, aunque enfrentados en el discurso, operan con la misma lógica populista.

Desde Washington, Donald Trump ha reactivado su estrategia de polarización: fronteras cerradas, muros físicos y simbólicos, y una narrativa que convierte al migrante en sospechoso. La idea de gravar las remesas no busca recaudar, sino castigar. Es un gesto punitivo, una forma de marcar territorio. Un mensaje: aquí manda quien se queda.

Desde México, la respuesta oficial ha sido de rechazo. Pero esa defensa tiene límites: se valora al migrante por los dólares que envía, no por los derechos que le corresponden. Se le celebra en discursos, pero se le margina en decisiones. Se le aplaude, pero no se le representa. El reconocimiento que recibe es funcional, no estructural.

Ahí es donde los extremos se tocan. Tanto el populismo estadounidense como el mexicano coinciden en una idea cerrada de nación. En ambos discursos, el migrante es el otro: útil, pero ajeno. Parte del sistema, pero fuera de sus beneficios.

Este choque de populismos no es un debate abstracto. Tiene consecuencias concretas. Legislaciones como el impuesto a las remesas traducen el desprecio simbólico en daño real. Son síntomas de una ciudadanía recortada que no reconoce la movilidad como derecho. Gobiernos que se nutren del migrante, pero lo excluyen del pacto democrático.

Paradójicamente, el anuncio del impuesto no ha frenado el flujo de remesas. Los migrantes siguen enviando dinero, incluso bajo amenaza. Porque su compromiso pesa más que cualquier castigo. Migran para sostener, no para escapar. Caminan entre dos países sin pertenecer del todo a ninguno. Y, aun así, envían, sostienen, resisten.

Pero ahí está la trampa: los gobiernos lo saben. Saben que el migrante no falla. Y por eso se sienten libres de convertirlo en blanco político. El que falla es el sistema que se alimenta de ellos sin reconocerlos.

El verdadero daño no es fiscal: es moral. Se mide en dignidad negada, en derechos suspendidos, en voces silenciadas.

La política migratoria, cuando se basa en la amenaza y no en la justicia, termina administrando cuerpos en vez de garantizar derechos. Ni México ni Estados Unidos han construido un modelo binacional que reconozca la realidad de millones de personas que viven entre dos mundos. Las y los migrantes no son solo remitentes ni infractores: son trabajadores, madres, estudiantes, comunidades completas que viven en tránsito. Y esa realidad incómoda, que desborda las fronteras, exige mucho más que respuestas simbólicas o coyunturales.

Hay que romper esa narrativa que convierte al migrante en héroe funcional o enemigo útil. Hace falta una nueva forma de nombrarlo: como sujeto político con derechos. Eso implica más que leyes. Implica transformar imaginarios, abrir espacios de participación real y asumir que la migración no es una anomalía: es parte del sistema.

Cuando el populismo de derecha y de izquierda coinciden en excluir, defender al migrante no es un gesto humanitario. Es un acto democrático. Un deber urgente.

Antes del fin

El proyecto The One, Big, Beautiful Bill no nace de una preocupación fiscal. Nace de una estrategia política que necesita enemigos. Forma parte de una deriva mayor: el retroceso de la empatía como principio de gobierno y el avance de la exclusión como herramienta de poder.

No se trata de dólares. Se trata de símbolos. En Estados Unidos, el migrante es el enemigo interno. En México, el héroe funcional. En ambos discursos, se le niega lo esencial: ciudadanía y voz.

Este proyecto no busca justicia. Busca aplausos fáciles, identidades cerradas, enemigos reciclables. Es populismo de exportación e importación. Y por eso es peligroso.

No basta con tecnicismos ni condenas formales. Lo que está en juego es la dignidad migrante. Lo que está en juego es si nuestras democracias aceptan ser espejo o solo pantalla.

No es un impuesto. Es un síntoma. Es un mensaje.

Y lo que dice, debería dolernos más que el dinero.

Nadine Cortés

Nadine Cortés

Abogada especialista en gestión de políticas migratorias internacionales.

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