Hay decisiones que se toman con un ojo en las encuestas. Otras, con los pies bien puestos en el deber. Rehabilitar el Parque Revolución —el Parque Rojo— no fue una medida popular. Fue una decisión correcta.
Durante la pandemia, muchos comerciantes encontraron ahí un refugio económico. Instalaron un tianguis sabatino y sobrevivieron. Fue una ocupación tolerada por una razón comprensible: la emergencia. Pero ninguna medida extraordinaria puede volverse permanente. Y ningún uso informal debe privatizar el espacio público.
Cinco años después, la ciudad emprendió su recuperación. Una intervención profunda: 23 millones de pesos, cinco meses de obra, y una convicción clara: devolverle su vocación original a un parque que es de todos, no de unos cuantos.
Se ofrecieron alternativas. Se abrió el diálogo. Muchos aceptaron. Otros no. Y fue entonces cuando apareció lo de siempre: el oportunismo que convierte cada conflicto en consigna y cada descontento en campaña.
Una parte de la oposición, que en Guadalajara actúa como tal pero en el país gobierna, decidió convertir este proceso en teatro. Lo disfrazaron de causa social. Se apropiaron del lenguaje de la resistencia, como si defender el orden fuera represión, y recuperar un parque fuera despojo.
Pero no hay causa social cuando lo que se busca no es justicia, sino ventaja.Y no hay dignidad en una oposición que juega a incendiar lo que en otras ciudades exige contener.
Los mismos que desde el poder federal han reordenado espacios, reubicado comerciantes, y defendido el control del espacio público con Guardia Nacional incluida, ahora se desgarran las vestiduras por una malla ciclónica en un parque rehabilitado.
¿Dónde estaban cuando se desalojó Bellas Artes? ¿O cuando la Alameda fue liberada a fuerza de operativo? ¿Dónde está esa indignación cuando el orden lo imponen ellos?
En Guadalajara, se manejan cifras de hasta 100 mil personas que transitan diariamente por la zona del parque. Recuperar ese espacio no fue exclusión: fue restitución. No fue una agresión contra el comercio informal, fue una decisión por el bien común.
Como dijo Jane Jacobs, una ciudad no es solo un lugar para vivir, es un lugar para encontrarse. Si los espacios públicos son tomados por grupos, sin reglas ni temporalidad, la ciudad deja de ser espacio compartido y se convierte en un territorio capturado.
No todo reclamo es legítimo. No todo enojo es político. No todo partido actúa con responsabilidad. Y cuando el cálculo electoral sustituye a la ética pública, los ciudadanos terminan atrapados entre dos fuegos: la gobernabilidad que no se sostiene y la protesta que no construye.
Hay una diferencia enorme entre oposición y obstrucción. Una propone, fiscaliza, exige. La otra polariza, incendia, utiliza.
Y si lo que hoy vemos en Guadalajara es una muestra de cómo quieren gobernar las ciudades, entonces el debate no es sobre un parque. Es sobre el futuro del país.
Porque si se politiza hasta un parque, se dinamita cualquier posibilidad de consenso.
Y si el orden se convierte en enemigo, entonces gobernar ya no es posible.