Antes del Fin

Tesla y el hartazgo global con la acumulación sin propósito

El caso Tesla es una señal. De que el mercado no es ciego. De que los valores importan. De que el capitalismo del siglo XXI no podrá sobrevivir divorciado de la ética.

Por años, Tesla fue sinónimo de futuro: innovación, energía limpia, tecnología de punta y una marca que prometía transformar el mundo. Pero en este 2025, lo que enfrenta ya no es una crisis de producto o competencia. Es algo más profundo: un juicio ético. La ciudadanía global está reaccionando no contra un coche, sino contra un modelo de liderazgo. Contra Elon Musk, sí, pero también contra lo que representa: un capitalismo que avanza sin freno, sin pausa, sin alma.

En el primer trimestre del año, Tesla reportó una caída del 71% en sus beneficios netos. Sus ventas se desplomaron un 13% a nivel global. En Alemania, bajaron un 76%. En Suecia, apenas se vendieron 81 unidades en abril. En España, Bélgica y Francia, las pegatinas críticas contra Musk se han vuelto comunes en los propios vehículos Tesla. “Lo compré antes de que Elon se volviera loco”, dicen. No es rechazo del producto. Es rechazo al rostro que lo encabeza.

Y es aquí donde se abre la verdadera conversación.

Este fenómeno no es espontáneo. Ocurre, sobre todo, en países con una fuerte cultura democrática, con memoria histórica y con ciudadanía activa. Alemania no tolera la banalización de los discursos autoritarios. Suecia valora el consenso y la equidad como columna vertebral de su vida pública. En esas sociedades, el estilo de Musk —confrontativo, mesiánico, sin filtros— no se ve como irreverente, sino como una amenaza.

Musk ha apoyado públicamente a figuras de ultraderecha, asesora a Donald Trump, dirige un departamento gubernamental que impulsó despidos masivos en EU y constantemente ataca principios básicos del orden liberal. En un contexto así, la ciudadanía europea responde con boicot, con protesta silenciosa, pero eficaz. Porque en 2025, el verdadero poder no está solo en las juntas de accionistas. Está en las decisiones cotidianas de los consumidores.

Lo que está en juego es más grande que Tesla. Lo que se está quebrando es la idea de que la innovación justifica todo. Que una empresa puede cambiar el mundo sin rendir cuentas por cómo trata a sus trabajadores, cómo se posiciona políticamente o qué tipo de cultura promueve. La ciudadanía ya no separa producto de propósito. Y cuando el propósito se tuerce, el rechazo es total.

Movimientos como Hoodie Economics han alzado la voz contra este tipo de capitalismo: el de la acumulación sin sentido. El que crece por crecer. El que convierte cada avance tecnológico en una oportunidad para centralizar poder, no para redistribuir bienestar. En esa crítica, Tesla no es la excepción: es el ejemplo perfecto. Autos eléctricos, sí. Pero liderados por alguien que desmantela la conversación pública, que infantiliza el disenso, que polariza sin freno.

En paralelo, el concepto de degrowth economics —disminución deliberada y planificada de la actividad económica— comienza a ganar legitimidad. No como un llamado a la miseria, sino como una provocación: ¿qué pasaría si la meta no fuera crecer más, sino vivir mejor? ¿Si el éxito empresarial se midiera por su impacto ético, ambiental y humano, no por la capitalización bursátil?

El hartazgo es global, pero todavía no es uniforme. En América Latina, aún dominan los relatos del empresario exitoso como héroe incuestionable. Seguimos aplaudiendo a quienes acumulan, sin preguntar a quién afectan sus decisiones. Pero esa inercia tiene fecha de caducidad. Las nuevas generaciones están más informadas, más críticas, menos dispuestas a romantizar a quienes usan la innovación como máscara para el ego y la explotación.

El caso Tesla es una señal. De que el mercado no es ciego. De que los valores importan. De que el capitalismo del siglo XXI no podrá sobrevivir divorciado de la ética. Porque en la era de la conexión total, todo se sabe, todo se comparte, todo se juzga.

Y no hay algoritmo que repare una reputación quebrada.

Antes del fin

Si algo nos deja esta historia, es que ya no alcanza con innovar. Las empresas del futuro deberán tener algo más que tecnología: deberán tener alma. Una que no se calcule en hojas de Excel, sino en la calidad de su vínculo con la sociedad. Porque lo que la ciudadanía está diciendo —desde Berlín, Estocolmo o Madrid— es esto: no vamos a financiar a quienes desprecian el bien común. No vamos a ser clientes de quienes socavan el pacto democrático. No vamos a validar a quienes acumulan sin propósito.

El liderazgo empresarial ya no es solo cuestión de visión, sino de valores. Y en esa carrera, quienes no entiendan el momento histórico que vivimos se quedarán atrás. Con toda su fortuna, pero sin futuro.

Nadine Cortés

Nadine Cortés

Abogada especialista en gestión de políticas migratorias internacionales.

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