El 22 de abril de 1992, Guadalajara no tembló. Ardió. Lo hizo desde adentro, desde lo más profundo de su tierra, pero también desde lo más hondo de su historia. Aquella mañana, en el barrio de Analco, la vida transcurría con la serenidad engañosa de lo cotidiano. Había niños jugando en la banqueta, madres preparando el desayuno, estudiantes esperando el camión, comerciantes subiendo cortinas. Nadie imaginaba que bajo sus pies no solo se acumulaba gas, sino también negligencia. Advertencias ignoradas, reportes que nadie quiso leer, voces desoídas. Y entonces, a las 10:06 de la mañana, la tierra habló. No fue un accidente natural: fue una explosión social acumulada, una consecuencia trágica del abandono.
Nueve explosiones devastaron el barrio. Más de 200 personas murieron, decenas desaparecieron, miles quedaron heridas, marcadas, partidas. Pero lo que se perdió no fue solo la vida. En muchos casos, no hubo despedidas. No hubo rituales. No hubo un cuerpo. No hubo dónde llorar. Se calcinaron hogares, sueños, pero también se fracturó algo mucho más difícil de nombrar: la identidad compartida de una comunidad que jamás volvió a ser la misma.
Y, sin embargo, Guadalajara eligió recordar. No como gesto simbólico, ni como rutina de calendario. Recordar, aquí, es resistir. Es cuidar. La herida no se cubrió, no se borró, no se silenció. La ciudad decidió mostrarla. No por morbo ni por victimismo, sino porque hay heridas que deben permanecer visibles para evitar que se repitan. Cada 22 de abril, la memoria se manifiesta no solo en los actos públicos, sino en la conciencia íntima de una ciudad que se sabe marcada por el fuego, pero también por la dignidad.
El barrio de Analco no volvió a ser el mismo, pero renació. No solo en ladrillos, sino en vínculos. Porque cuando las instituciones fallaron, la comunidad se sostuvo a sí misma. La solidaridad llenó los vacíos que dejó la política. La memoria se convirtió en herramienta, en abrigo, en semilla. Y así, en medio del dolor, Guadalajara construyó una forma de cuidado colectivo que no se enseña en los manuales de gobierno, pero que debería inspirar toda política pública.
Treinta y tres años después, la tragedia sigue viva en la memoria y en la responsabilidad. No basta con decir “eso fue antes”. Gobernar también es hacerse cargo del duelo heredado. No por culpa, sino por compromiso. Hay gobiernos que agachan la cabeza ante el pasado, y hay otros que extienden los brazos. Escuchar es también un acto de Estado. Acompañar es también una forma de justicia. Quienes hoy deciden desde el poder tienen el deber de aprender de esa historia, de honrarla con hechos, no con discursos, de actuar antes de que el silencio vuelva a estallar.
Guadalajara enseña. Enseña que la memoria no es ancla, sino brújula. Que recordar no es mirar hacia atrás, sino vigilar el presente. Que lo colectivo no se improvisa: se cuida, se cultiva, se sostiene. Mientras otras ciudades cubren sus cicatrices con concreto, esta eligió mostrarlas. Y esa elección, profundamente humana, profundamente ética, es lo que la hace inolvidable.
Cuando se hable de Guadalajara, no basta con decir que aquí ocurrió una tragedia. Debe decirse también que aquí nadie olvidó. Que aquí se cuidó lo perdido. Que aquí, donde la tierra habló, la memoria eligió quedarse. Y gracias a eso, hoy sigue siendo posible imaginar un futuro donde no vuelva a pasar.