Hay momentos en los que el presente deja de ser rutina y se convierte en umbral. No es una coyuntura más: es una bisagra histórica. Lo que se sacude no es el dólar ni los flujos comerciales, sino el sentido mismo del orden económico que sostenía esas cifras. En esos momentos, el péndulo de la historia no solo se mueve: golpea.
La decisión de Donald Trump, presidente de Estados Unidos, de imponer aranceles a países clave —Singapur, China, Japón, India y la Unión Europea— no es un gesto aislado ni meramente electoral. Es síntoma de una fractura más profunda: la erosión de un modelo global basado en reglas compartidas, estabilidad institucional y la idea de que el comercio podía ser la columna vertebral de la cooperación internacional.
La reacción del primer ministro de Singapur, Lawrence Wong, fue sobria, pero categórica: “Entramos en una era más arbitraria, más proteccionista y más peligrosa”. No es una predicción. Es una constatación.
Pero la pregunta que importa no es si estamos ante una recesión formal. La pregunta es si estamos comprendiendo el ciclo que habitamos. Porque aunque los indicadores flotan en la superficie, los mercados ya actúan como si la tormenta hubiese llegado. Y si la economía se mueve con percepciones, la política pública no puede seguir navegando sin brújula.
Gobernar sin entender los ciclos es administrar a ciegas. Y los ciclos están ahí, frente a nosotros: la historia no avanza en línea recta, oscila como un péndulo. Va de un modelo a otro, de excesos a correcciones, de promesas que se agotan a respuestas que se radicalizan. De la apertura sin justicia a los muros. De la globalización financiera a la nostalgia industrial. De los pactos multilaterales al unilateralismo feroz.
Lo vimos tras la Gran Depresión. Lo vimos en los años setenta con el giro neoliberal. Lo vemos hoy en la reconfiguración geopolítica que entierra lentamente el consenso globalista de los años noventa. Lo grave no es el péndulo en sí. Lo grave es gobernar como si no existiera.
En este contexto, México no puede darse el lujo de la improvisación ni del cortoplacismo. El reordenamiento global representa, a la vez, una amenaza real y una ventana estratégica. Ciudades como Guadalajara, Monterrey o Querétaro pueden beneficiarse del nearshoring, sí. Pero también pueden quedarse atrapadas si sus decisiones públicas no se anclan en una lectura profunda del momento.
¿De qué sirve reaccionar al tipo de cambio si no se entiende qué lo provoca? ¿Qué sentido tiene modificar presupuestos por cada sobresalto bursátil si no hay una visión estructural de hacia dónde va el mundo?
Gobernar con brújula no significa rigidez. Significa visión. Significa reconocer los límites del cortoplazo. Significa resistir la ansiedad de responder al titular del día y construir decisiones que sobrevivan al vaivén del péndulo.
Eso implica fortalecer capacidades institucionales, diagnosticar vulnerabilidades estructurales, diversificar apuestas productivas, diseñar políticas públicas con visión de largo plazo y, sobre todo, formar equipos capaces de leer el contexto con rigor. Porque el verdadero liderazgo no es el que responde más rápido, sino el que entiende más profundamente.
Hoy, la brújula que se necesita no es una metáfora poética: es una exigencia práctica. No basta con administrar lo que ya no funciona. Hay que imaginar lo que puede nacer. Porque si algo nos enseña cada ciclo histórico es que la política pública que no se anticipa se vuelve reactiva. Y la que reacciona sin entender, termina agravando la incertidumbre que intenta contener.
Gobernar hoy exige un compromiso con la inteligencia estructural. El futuro no lo define quien grita más fuerte, sino quien lee mejor el presente. Porque cuando el ciclo cambia, los mapas viejos dejan de guiar. Pero quienes gobiernan con brújula pueden trazar sendas nuevas.
Antes del fin
El reto más grande de este tiempo no es interpretar la volatilidad, sino no subestimar lo que se está moviendo debajo de ella. Porque los verdaderos puntos de inflexión no siempre se anuncian con estruendo; a veces se filtran en las decisiones técnicas, en los discursos improvisados, en las inercias administrativas que siguen actuando como si el mundo no hubiera cambiado.
Cuando se reconfigura el tablero global, los márgenes de error se amplifican. Una omisión puede costar una década. Una apuesta equivocada puede anclar a un territorio en el lado perdedor del nuevo ciclo. Por eso, lo esencial no es la velocidad de respuesta, sino la calidad del pensamiento con que se decide.
Hoy, más que rapidez, se necesita coraje intelectual. Más que tácticas, criterio. Porque quienes toman decisiones públicas no solo gestionan recursos o programas: gestionan el tránsito entre dos eras. Y eso requiere una talla de pensamiento que esté, de verdad, a la altura del momento histórico que vivimos.