La secretaria de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Kristi Noem, realiza esta semana su primera gira internacional bajo el segundo mandato de Donald Trump. En tres días recorrerá tres países clave: El Salvador, Colombia y México. Su agenda no deja espacio a la especulación: migración, seguridad y control regional. No es una gira de cortesía. Es una visita estratégica para consolidar la arquitectura hemisférica de la disuasión migratoria.
La primera parada fue El Salvador. Noem visitó el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), la megacárcel símbolo del modelo punitivo de Nayib Bukele. Allí fueron enviados más de 200 ciudadanos venezolanos deportados por Estados Unidos a mediados de marzo, tras la invocación de la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798. Esta norma, reservada históricamente para contextos bélicos, permitió expulsiones sin el debido proceso. Aunque fue suspendida por un juez, la señal estaba dada: el marco legal puede adaptarse para sostener una política de fuerza. Noem respaldó públicamente esa medida.
Su siguiente destino es Colombia, país que recientemente enfrentó tensiones con Washington por rechazar un vuelo de deportación con ciudadanos colombianos. La amenaza de sanciones comerciales obligó a un acuerdo: Colombia recibiría a sus connacionales en vuelos pagados por su gobierno, sin cadenas ni grilletes. Ahora, Noem se reúne con el presidente Gustavo Petro y altos funcionarios de seguridad para revisar esa cooperación y proyectar nuevas líneas de control regional.
El viernes, la secretaria llegará a México. Se reunirá con la presidenta Claudia Sheinbaum y su gabinete de seguridad. Según lo declarado por el gobierno mexicano, el objetivo será revisar los compromisos bilaterales en seguridad, sin abordar temas comerciales. Sin embargo, la visita ocurre en un contexto de amenazas arancelarias por parte de Trump, condicionadas a mayores resultados en contención migratoria y decomisos de fentanilo. La última suspensión de tarifas concluye el 2 de abril.
Pero más allá de la coyuntura, lo que Noem trae consigo es una serie de tendencias claras: una migración securitizada, una frontera que se extiende más allá del río Bravo y un discurso en el que el inmigrante es presentado no como sujeto de derechos, sino como potencial amenaza. Desde el inicio de su gestión, ha promovido campañas para incentivar la “autodeportación” mediante aplicaciones móviles, ha defendido restricciones al acceso a vivienda pública para personas indocumentadas y ha buscado reestructurar agencias como FEMA, limitando su capacidad preventiva en emergencias. Cada acción se inscribe en una visión restrictiva y punitiva del fenómeno migratorio.
La gira actual refuerza ese mensaje. En lugar de fortalecer la gobernanza regional de la migración, se consolida un modelo de tercerización del control. El Salvador, Colombia y México no son tratados como aliados estratégicos, sino como barreras operativas. Piezas clave, sí, pero sin margen de definición propia.
Para México, el desafío es mayúsculo. La administración de Sheinbaum busca mantener una relación fluida con Washington sin comprometer su autonomía. Pero la presión estructural es evidente: más control, más cooperación operativa, menos margen político. Y todo ello en un país que ha dejado de ser solo de tránsito para convertirse también en destino, frontera y filtro. El desplazamiento del muro ya no es solo físico: es institucional, legal, discursivo.
Noem no viene a conversar. Viene a verificar. A alinear prioridades. A medir sumas, no sensibilidades. Su visita interpela a toda la región: ¿seguiremos aceptando este modelo vertical y reactivo? ¿O podremos construir una narrativa común que reconozca la movilidad humana como parte estructural de nuestra historia compartida?
América Latina tiene una oportunidad —y una responsabilidad— de no asumir como propia una lógica que fragmenta, expulsa y criminaliza. En ese tablero geopolítico, la dignidad no debe ser la pieza que falte.
Antes del fin
Aceptar este modelo sin cuestionarlo implica algo más que una estrategia de control migratorio: implica renunciar al derecho a definir nuestras propias políticas, nuestras propias fronteras y nuestros propios valores. Si los países de América Latina se limitan a ejecutar lo que Washington dicta —ya sea en nombre de la seguridad, la estabilidad o la cooperación— se abre la puerta a una normalización peligrosa: la de ceder soberanía a cambio de treguas temporales. La visita de Noem es una prueba de presión, pero también un espejo. Y lo que cada país vea reflejado en él dirá mucho más sobre su proyecto de futuro que sobre su política migratoria.