Cada fin de año, la Cámara de Diputados Federal se convierte en un mercado de promesas. Ahí, entre discursos sobre soberanía energética y bienestar social, la educación suele ocupar un asiento invisible. Es la gran ausente del debate, la palabra que todos pronuncian y pocos financian.
Este año el panorama no apunta a ser distinto. Mientras la Cámara de Diputados discute el Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF) 2026, los datos, las prioridades y las omisiones revelan algo más profundo que un simple descuido administrativo: una renuncia colectiva a entender que sin educación no hay futuro económico posible.
En un país donde más del 50% de los niños de primaria no comprende lo que lee y el 60% de los maestros son mujeres que trabajan sin condiciones dignas, cada peso mal asignado no es solo un error técnico: es una inversión directa en el rezago. Y, sin embargo, ahí estamos, otro proceso de análisis más del presupuesto, repitiendo la escena. La educación mexicana se ha convertido en un tema de ornato en la discusión económica. Se le invoca para justificar discursos, pero no para orientar decisiones. En la narrativa oficial, sigue siendo un “gasto social” antes que una inversión estratégica.
La evidencia es contundente: los países que apuestan de manera sostenida por la formación docente, la innovación pedagógica y la infraestructura escolar, son los que hoy lideran los índices de productividad, competitividad y cohesión social. México, en cambio, mantiene una estructura presupuestal que apenas cubre la nómina y destina migajas a aquello que realmente transforma el aprendizaje.
De acuerdo con los primeros análisis del Proyecto de Presupuesto de Egresos 2026, la formación continua de maestras y maestros apenas recibiría el equivalente a 91.5 pesos al año por docente. Hace una década eran al menos $404 pesos. En 2025 el Estado mexicano invirtió menos en preparar a un maestro que lo que cuesta un café y un pan en el Aeropuerto Felipe Ángeles. Esta cifra, más que un dato técnico, es un espejo moral. Un país que paga discursos, pero no formación, compra el fracaso educativo más caro de todos: la pérdida de su capital humano.
El Congreso debería ser el espacio donde la educación se defiende, se analiza y se financia con visión de Estado. Pero los hechos muestran otra realidad: una legislatura instalada en la inercia. A un año de su instalación, la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados registra 119 iniciativas turnadas, de las cuales 112 siguen pendientes. Solo siete fueron retiradas. Ninguna, aprobada.
Ciento doce proyectos duermen en la burocracia parlamentaria mientras millones de estudiantes siguen enfrentando aulas sin ventilación, docentes sin formación y escuelas sin agua. Cuando uno revisa el catálogo de iniciativas presentadas en la Comisión de Educación, descubre un mosaico de buenas intenciones, pero sin brújula común. Hay propuestas sobre educación financiera, menstruación digna, uso de celulares en el aula, educación musical, prevención de acoso escolar, salud mental, felicidad y valores cívicos. Todas, en sí mismas, atendibles. Pero juntas, revelan una ausencia de visión sistémica.
No se trata de colores, sino de prioridades. Todos dicen lo mismo: que escuchan, que analizan, que la educación es importante. Pero ninguno ha logrado mover un solo peso. El contraste entre el discurso y la acción es brutal. Los mismos diputados que prometen apoyar a las maestras y maestros aprobaron un presupuesto que reduce su formación a niveles simbólicos. Se habla de “reconocerlos como agentes de cambio”, pero se les priva de las herramientas mínimas para serlo. En paralelo, se incrementan las becas, especialmente en nivel medio superior sin evidencia de que eso mejora el aprendizaje y la permanencia. La educación no se construye con subsidios temporales, sino con políticas sostenidas.
Pero nadie está construyendo una política de Estado. El Congreso no discute cómo fortalecer al magisterio, cómo reducir las brechas territoriales, cómo vincular la escuela con el mundo productivo o cómo medir resultados de aprendizaje.
Mientras tanto, los países que compiten con México en manufactura, innovación y tecnología —como Polonia, Corea o Vietnam— están invirtiendo más del 5% de su PIB en educación de calidad y en formación docente. Nosotros seguimos atrapados en la narrativa de los paliativos.
El resultado es un sistema educativo sostenido por la inercia de maestras que hacen milagros, y un Congreso que se felicita por cada declaración bien redactada. Más allá de los discursos, el presupuesto dice lo que un país en verdad valora. Y lo que el de 2026 nos dice es claro: la educación sigue siendo la moneda de cambio más barata en la política mexicana.
El país no necesita más discursos sobre el valor de la educación. Necesita presupuestos que lo demuestren. Si las y los diputados realmente creen que las maestras y maestros son agentes de cambio, deben empezar por tratarlos como tales. No hay política pública más rentable ni reforma más estratégica. La educación no es el gasto que nos sobra: es la inversión que nos falta.
Y, la Cámara de Diputados todavía está a tiempo de demostrar que lo entiende. Necesitamos presupuesto para aprender.
