De todos los asuntos que inundan la agenda para la revisión del T-MEC el próximo año, algunos en ciertas áreas destacan por la relevancia que a lo largo de los últimos tiempos han cobrado en la relación comercial con Estados Unidos. Uno de ellos es, sin duda, la lucha contra la piratería.
De hecho, de los diversos temas pendientes del capítulo de propiedad intelectual, este se significa como el de mayor peso por ser el que justifica la eficacia del resto del sistema: de poco sirve contar con leyes modernas y autoridades especializadas, si los resultados en lograr la exclusividad a favor de los titulares de derechos no se alcanzan.
Basta recordar que, cuando se firmó el TLCAN, en el lejano 1994, nuestra ley de propiedad industrial sufrió ajustes importantes para alojar los cambios que el tratado imponía, en particular en el área de combate a la competencia desleal.
En aquel momento, las penas previstas para infracciones y delitos en la materia se incrementaron sensiblemente, se creó la unidad antipiratería en la entonces PGR y se empezó a montar el mecanismo de detección de productos falsificados en frontera.
Estas acciones fueron acompañadas por intensas campañas publicitarias para reprobar socialmente el consumo de productos falsificados, y un discurso oficial alineado con el gran objetivo de impulsar el respeto a la propiedad intelectual en todas sus formas de manifestación.
Con la llegada de AMLO al poder, lo que ya venía perdiendo posición como prioridad oficial terminó por convertirse en punto de inflexión de todo un régimen, al haberse comercializado productos falsificados decomisados en los llamados “tianguis del bienestar”.
Con esa caricaturización de la lucha contra la piratería, nuestro sistema tocó fondo, hasta el extremo en el que las denuncias por este tipo de delitos se redujeron sistemáticamente por primera vez desde la firma del TLCAN.
Es cierto que el Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial ha empezado a revertir la sensación de apatía que prevalecía en el sector desde que Santiago Nieto tomó su dirección general, lo que ha logrado con pura capacidad de convocatoria para atraer recursos de diversas autoridades en el diseño de operativos antipiratería en algunos de los principales mercados de distribución a lo largo de todo el país.
Sin embargo, hay un nuevo gran motivo de preocupación “sistémico”, para propios y extraños, que es la renovación del Poder Judicial. Este tipo de delitos, tanto en materia de marcas como de derechos de autor, debe terminar en la pluma de un juez que debe dictar una sentencia final.
Lamentablemente, la experiencia demuestra que la posibilidad de “ideologizar” este tipo de asuntos, haciendo pasar la piratería como derecho al trabajo de quienes la ejercen, hace que muchos casos sean desestimados.
No me cansaré de repetir que, más allá de los compromisos internacionales que debemos honrar, en la base ética del combate a la piratería subyace la necesidad de reconocer que, quien explota ilegalmente una marca, un derecho de autor o una patente, se apodera del trabajo ajeno, rompiendo cadenas productivas que dejan sin ingreso a trabajadores formales.
Si México aspira a impulsar su economía creativa, debe rigurosamente invertir en generar un clima de seguridad para quienes invierten en hacerlo posible, desde la base del inventor y el autor independiente hasta las formas más acabadas de industrias culturales y empresas basadas en la explotación intensiva de propiedad intelectual.
Por pura convicción, sin que nadie nos lo exija.