Finalmente, los tiempos se han cumplido y la elección de integrantes del Poder Judicial está a unos días de suceder. Claro, si a ese simulacro se le puede denominar de esa manera. No quiero dedicar espacio a cuestionar el entrampado mecanismo para este ejercicio, ni mis reflexiones para participar o no el domingo en la votación. Cada cual tomará su decisión.
Escribo estas líneas con un ánimo alimentado por la melancolía y la impotencia. He presenciado, en estos últimos meses, la salida de múltiples jueces y magistrados de sus juzgados y tribunales, llevándose con ellos años de trabajo y experiencia acumulados que construían lo que, generalmente, podíamos calificar como “certeza”. Esa condición siempre deseable, consistente en que un gobernado pueda pronosticar, con un alto grado de realismo, qué esperar del sistema jurídico.
Todos sabemos que, en muchos casos, la brutal infiltración de intereses en ciertos asuntos puede llegar a torcer la visión más neutral y la capacidad más probada de un juzgador. Pero, aun así, en la abrumadora mayoría de casos, los jueces y magistrados del Poder Judicial Federal dictan (¿o debemos decir “dictaban”?), resoluciones con requerimientos técnicos altamente especializados que demandan un entendimiento superior de las instituciones constitucionales y de la diversidad de ramas en que el derecho se atomiza.
Si creemos, por un momento, que cualquiera de los candidatos para ocupar esas “plazas” podrá llenar el hueco con su buena voluntad de servir a la justicia (en el mejor de los casos), estamos cometiendo un grave error. Pasarán años antes de que logremos el nivel de desempeño que se tenía con la capacidad instalada de lo que echamos por la borda con esta decisión atropellada, injusta y perversa.
La mezquindad de la que parte esta decisión la pagaremos a plazos, con cada resolución mal dictada, con cada expediente que tardíamente arribe a sentencias jurídicamente débiles, que pretendan ampararse en un mal concebido concepto de “justicia”, tratando de justificar fallas técnicas resultado de la impericia de quienes alcanzaron estas posiciones arropados por el oportunismo de la sinrazón.
La sola demora que supone este cambio se sumará inexorablemente al rezago que muchos de los tribunales acumulan desde la pandemia, poniendo cada vez más lejos del justiciado el cumplimiento de la promesa constitucional de la justicia expedita. Si a la fórmula adicionamos la esperable alineación de “los nuevos jueces” a una orientación partidista, el panorama se ensombrece aún más. Y no es que “pensar mal” sea mi vocación, pero no se explica todo este esfuerzo de deconstrucción de uno de los poderes sin una especulación de este tipo.
Al final, los efectos de pérdida de credibilidad en el sistema, tanto en lo interno como en lo externo, tomarán años para restaurarse, si es que logramos que suceda.