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Miss Universo: el certamen que tiene que desaparecer

El certamen Miss Universo insiste en cosificar a las mujeres y coronar por relaciones de poder, escribe Marlene Mizrahi.

Los varios escándalos ocurridos en y alrededor de la última edición de Miss Universo, solo agregan al muy necesario cuestionamiento sobre cómo, en pleno 2025, después del #MeToo y del gran movimiento feminista a nivel global, sigue existiendo un certamen donde se premia el físico de la mujer.

Un concurso que dio el primer lugar a la mexicana Fátima Bosch en Bangkok, termina por ser el toque extra que desborda la apariencia. Ese que deja más que claro que Miss Universo ya no debería de existir, aunque en sus últimas ediciones se haya maquillado de progreso. No mientras la sociedad busca urgentemente silenciar la objetivación y el valor supremo que se ha dado por décadas al cuerpo femenino; esa que ha causado tanto daño a niñas y mujeres.

Miss Universo nació en 1952 como un desfile de bikinis para vender trajes de baño de la marca Catalina. Se premiaba a esa mujer-trofeo de la posguerra: rubia, con medidas de 90-60-90, muda. Fue hasta 1997, 15 años después, que el estándar comenzó a cambiar con la llegada de la primera ganadora de piel oscura – Janelle Commissiong, de Trinidad y Tobago –. Un avance inicial. Luego, en los años 90, bajo la era de Donald Trump, dueño del certamen de 1996 a 2015, éste se globalizó y comercializó masivamente, hasta convertirse en un reality show millonario con considerable raiting. Su venta a la tailandesa IMG en 2015, y en 2022, a Anne Jakkaphong – la primera mujer trans al mando – prometió mayor inclusión. A partir de ese momento se comenzaron a ver concursantes mamas, casadas, plus-size, sin límite de edad y se suprimió la obligación de incluir la sección de traje de baño. Así es: se eliminó la verdadera razón por la que comenzó a existir la competencia.

En 1952, y durante toda la primera década del certamen, no se calificaban todas esas adiciones “progresistas”. Hoy, se presume que el 50% de la calificación que da el primer lugar es la entrevista privada. Se pondera: inteligencia, compromiso social, defensa estratégica de una causa. El Miss Universo original era, literalmente, un desfile de trajes de baño creado como campaña publicitaria; donde el físico consistía en el 70-80% del puntaje total. La inteligencia y los valores sociales son aditivos muy recientes – entre los últimos 5 a 7 años – los cuales se incorporaron, precisamente, porque el formato original era indefendible en nuestro siglo. Sin embargo, gran parte del resultado depende de cuestiones de belleza. Porque, aunque eliminen el bikini, sigue existiendo lo que llaman la “preliminary competition”: desfiles de ropa deportiva o vestidos de gala ajustados y bajo luces que dejan ver cada curva. Podría sonar a broma, pero “el porte escénico”, es decir, qué tan bien caminan en el escenario, es parte de ese total. Ese que depende de calificaciones totalmente subjetivas: no existen métricas reales de “inteligencia” ni de “compromiso social”. Solo poder, corrupción y miradas morbosas que siguen cosificando a las mujeres.

Alrededor de ocho personas deciden el destino de 125 concursantes según su humor, sus negocios o sus cuentas pendientes. Ahí donde se deja ver el colmo de la hipocresía que se dejó ver en la edición de este noviembre. Dos jueces – de nueve – renunciaron días antes de la final, luego de denunciar irregularidades en la selección de la ganadora. A esto se suman las acusaciones contra el copropietario mexicano del certamen, Raúl Rocha Cantú, quien es dueño del 50% del concurso.

Además, Rocha Cantú está acusado por la Fiscalía General de la República de delincuencia organizada, huachicol, narcotráfico y tráfico de armas; con todo, se acogió como testigo protegido. Por su parte, su socia tailandesa Anne Jakkaphong tiene orden de arresto por fraude millonario.

Para 2026, ¿de verdad vamos a seguir premiando cuerpos en vitrina, corrupción y el descaro de la simulación mexicana en el extranjero?

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