Larsen, un hombre de mediana edad, llega a Santa María. Es contratado para dirigir un astillero en ruinas, propiedad de Jeremías Petrus, un empresario anciano y enfermo. De esto va la novela El Astillero de Carlos Onetti.
Supuestamente, la tarea de Larsen es reactivar la empresa, pero desde el principio queda claro que el proyecto es una farsa: el astillero está abandonado, las instalaciones no sirven y no hay intención real de ponerlo en marcha. A pesar de saberlo, acepta el trabajo. Contrata a unos pocos empleados, lleva registros, redacta informes y mantiene reuniones administrativas como si la recuperación fuera posible. Su rutina es un acto de simulación: trabaja cada día en un espacio vacío, cumpliendo horarios y protocolos que no conducen a nada. Algo similar al sistema de justicia en nuestro país. Más aún con la puesta en marcha de la reforma al Poder Judicial y, ahora, con la de la Ley de Amparo.
Justo en vísperas del grito de independencia, el 15 de septiembre, la presidenta mandó al Congreso una reforma a la Ley de Amparo que debilita esta figura. Se justifica que esta iniciativa busca “modernizar” y “agilizar” el juicio de amparo – tal y como la reavivación del astillero en la novela de Onetti –, sin embargo, la realidad es que, de aprobarse, se terminará dañando el arma más fuerte que tenemos como ciudadanos contra los abusos de poder.
Primero, ¿qué es el amparo? Es un juicio constitucional que permite a cualquier mexicano defenderse cuando el gobierno hace algo ilegal que les afecta: desde un embargo sin pruebas hasta bloqueos fiscales. Éste, otorga la posibilidad de impugnar normas, actos u omisiones de autoridades que violen derechos humanos, individuales o colectivos. Se entiende al amparo como el mecanismo que equilibra la balanza cuando el Estado abusa de los individuos.
Ahora, ¿qué implican realmente los cambios propuestos y por qué es una simulación de mejoría? El primero es que limita las suspensiones provisionales o definitivas. Las suspensiones son ese freno que se puede poner para que paren los abusos mientras el juez resuelve. Si el gobierno llega a argumentar que cierto caso contraviene el “interés general”, como en temas de deuda pública o evasión fiscal, la persona se queda sin posibilidad de solicitar una suspensión y, por lo tanto, sin defensa. En un caso ficticio, aterrizado en Onetti: digamos que a Petrus le embargan las instalaciones del astillero por una resolución administrativa dudosa; de aprobarse la reforma, el juez ya no podrá pausar el acto reclamado si el gobierno alega que es por el “bien común”. Segundo, se endurecen los requisitos para demostrar el “interés legítimo”: la iniciativa añade una definición estricta, basada en criterios de la Suprema Corte (SCJN), exigiendo prueba de afectación “real y actual” desde el principio, lo que complica el acceso a justicia para quienes no tienen recursos para litigar con peritajes privados de entrada. Siguiendo el ejemplo anterior, si a un vecino de Petrus le embargan una propiedad y el juez falla a su favor, Petrus deberá demostrar de manera individual que ese embargo le causa un perjuicio directo. Tercero, se acortan los plazos y se reduce la burocracia para “acelerar” resoluciones – hasta aquí, podría sonar bien –, pero esto se traduce en menos tiempo para preparar defensas sólidas, especialmente para litigantes sin abogados caros. Y finalmente, ya no será posible reampararse contra decisiones finales de la SCJN, aunque estén mal hechas.
En El astillero, Larsen se aferra a un proyecto sin futuro. Esa misma lógica opera hoy en el sistema de justicia mexicano. Entre reformas que prometen modernizar el amparo y elecciones de jueces que se venden como democratización, lo que sucede es una simulación de justicia. Como Larsen con el astillero, los ciudadanos acudiremos a juzgados, presentaremos escritos y agotaremos plazos: enfrentraremos la inutilidad del esfuerzo.
X: @marlenemizrahi