Aquello que percibimos como la manera en que las cosas “son”, todo eso que se conoce como el “orden establecido” o el statu quo; esas prácticas que parecieran estar impregnadas en las paredes de ciertas instituciones, es una forma sedimentada de poder.
En todos los países e industrias existen dinámicas de este tipo: desde tener que ir a cenar con el productor de un programa de televisión o radio para que te dé un espacio en el show; líneas editoriales dictadas por patrocinadores o podres fácticos; censura a periodistas críticos; cargos “heredados” dentro de corporativos y partidos políticos; sentencias dictadas con base en intereses económicos o políticos; tesis plagiadas validadas por amiguismo; dedazo de perfiles para cargos públicos; la mordida al poli para que no te levante multa; entre muchas otras. Todas estas son conductas arraigadas en lo social, aunque muchas se reconocen como moral y éticamente incorrectas.
De ahí que, en algunos casos, busquen ocultarse, disfrazarse o incluso negarse. Con todo, terminan por ser más comunes que castigadas. Por ello, aunque se cambien las personas que ocupan los cargos de productor@s, jef@s editoriales, president@s de partido, jueces y juezas, director@s de universidad, líderes de departamento o jef@s de policía, hay dinámicas que permanecen intactas. Es como si la forma habitual de operar viniera implícita en la descripción del puesto, y quienes ocupan estos cargos —y quienes están bajo su mando— tuvieran que adaptarse a ella para poder pertenecer. Como si no aceptar ese modo de hacer las cosas significara quedar fuera del sistema.
Sin embargo, el cambio es posible, pero debe hacerse a las reglas del juego – no tanto a los jugadores – y esto conforma una lucha de poder. Como bien indican Ernesto Laclau y Chantall Mouffe, todo aquello que se percibe como “instaurado”, son dinámicas que han borrado las huellas de su origen contingente, es decir, lograron suprimir las luchas antagónicas que sucedieron en algún momento, mismas que dieron lugar a su arraigo e implantación como algo “normal” en la sociedad. Eso que las llevó a que se consideren hoy como algo “común”.
El argumento de ambos teóricos continúa con que no existe tal cosa como la objetividad social y es la política la encargada tanto de la institución de las prácticas sociales como de su cuestionamiento. De acuerdo con la teoría de dichos autores, el orden establecido no es un estado natural o predeterminado, sino una forma sedimentada de poder.
Por eso, en caso de que el nuevo régimen hubiera buscado verdaderamente mejorar la justicia en México y cambiar esa alarmante cifra en la que el 92.9 por ciento de los delitos ocurridos no se investigan (Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad); en la que se supera el 90 por ciento de impunidad casos de desaparición de personas, homicidios dolosos y otros delitos graves (México Evalúa) y en que se estima que los casos penales se resuelvan en un tiempo promedio de 2 a 3 años, se hubiera enfocado en modificar esas letras invisibles en los contratos. Hubiera buscado cambiar esas inscripciones invisibles en los muros que conforman el problema estructural de la corrupción en el Poder Judicial, cimientos que sabemos: se mantendrán intactos.
Por esto último, aunque hace unas semanas impulsé en este mismo espacio al voto, decidí no acudir a las urnas. De parte de quienes estamos en favor de la división de poderes, faltó organización: no hubo coordinación sobre por quién votar. El llamado a no hacerlo ganó y dificultó enfrentar la movilización organizada del oficialismo, con acordeones incluidos. A esto se suma que los votos anulados también cuentan como voto emitido y coincido con que entre menos participación haya en esta elección, menos legitimidad tendrá.
Luego de ayer, el poder siguirá operando como lo ha hecho: invisible, silencioso, corrupto. Lo verdaderamente urgente es desactivar eso que se seguirá repitiendo y justificando como que “así es”.