La educación constituye una condición indispensable para ampliar, de manera sólida y duradera, las posibilidades de bienestar individual y de desarrollo nacional.
Al incrementar las habilidades y destrezas de las personas, la educación las hace más productivas. En el ámbito laboral, dicha productividad se refleja en la adaptabilidad para distintas tareas, la asunción de mayores responsabilidades y la capacidad de utilizar nuevas tecnologías.
En consecuencia, la educación abre el acceso a mejores oportunidades de empleo, las cuales suelen asociarse con salarios más altos y, por lo tanto, con estándares de vida superiores. Sus rendimientos pueden ser significativos: en los países en desarrollo reflejan la escasez relativa de mano de obra calificada, mientras que, en los desarrollados, los beneficios de la educación superior crecen a medida que las economías se orientan hacia el conocimiento.
De manera fundamental, la educación es el vehículo más confiable para superar la pobreza y aprovechar las oportunidades de movilidad social. Esta inversión impulsa el emprendimiento y, además, puede generar satisfacción no monetaria.
La generalización de estos beneficios individuales se traduce en un mayor progreso económico y social. Una fuerza laboral calificada favorece la eficiencia de la economía, atrae la inversión y fomenta la investigación y la innovación, motores del cambio tecnológico y piezas clave de una expansión económica sostenida. Asimismo, una sociedad más educada propicia una convivencia social y democrática de mayor calidad.
Aunque está lejos de ser una panacea, en un entorno favorable para los negocios, la educación puede contribuir, de manera decisiva, al desarrollo económico. Diversos estudios muestran que los países que invierten más en educación tienden a registrar un crecimiento más rápido y sostenido. Ejemplos claros son Singapur y Corea del Sur, cuyo espectacular avance en las últimas seis décadas sería impensable sin sus sistemas educativos de vanguardia: el primero enfocado en la meritocracia, las ciencias exactas y las políticas bilingües; el segundo, distinguido por su sólida cultura de tutoría.
Por desgracia, México mantiene un nivel educativo mediocre que limita seriamente sus posibilidades de progreso. Esta deficiencia se refleja en los resultados de la prueba PISA, que evalúa a estudiantes de quince años en lectura, matemáticas y ciencias. En 2022, México obtuvo el peor o uno de los peores puntajes, en estas materias, entre los países de la OCDE.
El bajo aprendizaje escolar responde a múltiples factores: la deserción y el ausentismo derivados de la pobreza y de las obligaciones laborales; la falta de servicios básicos en las escuelas; la carencia de medios electrónicos de aprendizaje, como computadoras y acceso a Internet; la desactualización de los maestros; y las frecuentes interrupciones, no programadas, de los cursos.
En los últimos años, la situación educativa no ha mejorado e, incluso, en algunas áreas ha retrocedido. Con base en la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH), el Centro de Estudios Espinosa Yglesias estimó que, entre 2016 y 2024, la proporción de jóvenes de 18 a 24 años que viven con sus padres y tienen más escolaridad que ellos se redujo de 72 por ciento a 67 por ciento.
Además, las mediciones de pobreza multidimensional, elaboradas por el INEGI para 2024 y por el Coneval para años anteriores, incluyen la variable de “rezago educativo”, entendida como “la no conclusión de la escolaridad obligatoria en la edad esperada”. Entre 2016 y 2024, la población con esta carencia aumentó en 2 millones de personas, dos terceras partes en zonas urbanas y el resto en áreas rurales. El mayor rezago sigue concentrándose en las tres entidades más pobres: Chiapas, Oaxaca y Guerrero.
Las perspectivas de mejora se han visto reducidas por las medidas aplicadas en la administración anterior y mantenidas en la actual, tales como: la derogación de la reforma educativa de 2013, que había introducido la evaluación y la contratación basada en el mérito de los maestros; la reducción del financiamiento a la educación superior y a la investigación científica; y la degradación de los libros de texto en favor de la ideología.
La escasa prioridad otorgada a la educación se confirma en el hecho de que, dentro del presupuesto público, los montos destinados a combustibles y energía o a transferencias sociales superan ampliamente a los asignados a la educación. Con estas prioridades, y con los obstáculos adicionales del gobierno, resulta ilusorio esperar un notable desarrollo económico para el país.