Razones y Proporciones

El éxito presidencial no garantiza el progreso nacional

El primer problema radica en su vaguedad: ¿qué significa que le vaya bien a la Presidenta? ¿Y qué implica que le vaya bien al país? Cada persona tiene su propia manera de definir el éxito.

En el debate público sobre el futuro nacional, muchos comentaristas afirman que “si le va bien a la Presidenta, le va bien a México”. Aunque esta idea parece intuitiva y hasta alentadora, encierra una conclusión que no se desprende de la premisa.

El primer problema radica en su vaguedad: ¿qué significa que le vaya bien a la Presidenta? ¿Y qué implica que le vaya bien al país? Cada persona tiene su propia manera de definir el éxito.

En el caso de la Presidenta, la ambigüedad no desaparece si se aclara que se refiere a la realización de sus “tareas”. La Constitución y diversas leyes mexicanas establecen las responsabilidades del Poder Ejecutivo. Sin embargo, no parece que quienes sostienen esa afirmación aludan a estas funciones generales.

Una forma de concretar esta noción es considerar que, durante su campaña, la Presidenta presentó varias promesas que delimitan las tareas a ejecutar. Así, su gestión se consideraría exitosa si, según las encuestas, la ciudadanía percibe que está cumpliendo dichos compromisos.

La definición de logro presidencial tendría que contrastarse con la correspondiente al país. Una manera de conciliar, aunque no agotar, los posibles indicadores de “éxito” nacional sería recurrir a una medición básica del progreso: el nivel alcanzado del PIB per cápita.

No obstante, la debilidad del argumento enunciado persiste, ya que los dos criterios pueden entrar en conflicto. Un choque típico ocurre cuando los compromisos de la Presidenta implican soluciones inmediatas que comprometen el desarrollo de largo plazo del país.

La historia universal da cuenta de gobernantes con elevada aprobación cuyas políticas llevaron a sus naciones al desastre. Por ejemplo, Juan Domingo Perón, en Argentina, gozó de gran popularidad en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Sin embargo, sus políticas de distorsión de precios y expansión desmedida del gasto y subsidios dejaron un legado de inflación y estancamiento económico que el país aún no supera del todo.

También hay casos de gobernantes que impulsaron el progreso al privilegiar una visión de largo plazo por encima de la complacencia electoral inmediata. A modo de ilustración, el primer ministro británico Winston Churchill fue derrotado en 1945, en parte por su negativa a aceptar la expansión del Estado de Bienestar, que amenazaba la estabilidad financiera del gobierno.

De acuerdo con diversas encuestas, la presidenta Sheinbaum goza de una alta aprobación general, incluso en el manejo de la economía, a pesar de no obtener buenos resultados en materia de seguridad y combate a la corrupción.

Siguiendo la ruta marcada por su predecesor, su éxito se ha visto impulsado por el manejo de simbolismos con fuerte arraigo popular: la preferencia por los pobres, la austeridad personal –manifestada en el uso de vuelos comerciales, a costa de la eficiencia en su agenda–, y la insistencia en la soberanía y en la reivindicación de las “afrentas” coloniales. A esta postura se ha sumado la construcción de enemigos comunes, útiles para justificar la falta de resultados en áreas específicas, como culpar al “neoliberalismo” por la inseguridad o a las “élites” por la corrupción.

El acierto de algunas políticas ha contribuido a proyectar una imagen de prudencia de la Presidenta, como su inclinación al diálogo, en lugar de las represalias, ante las tensiones comerciales con Estados Unidos, y su búsqueda de cierta consolidación fiscal en el ejercicio de 2025.

Desafortunadamente, la mayoría de las medidas de su administración ha privilegiado gratificaciones temporales que alimentan su popularidad. Entre ellas figuran el aumento de transferencias en efectivo a diversos grupos de interés, los incrementos del salario mínimo por encima de la inflación, y la asignación de cuantiosos recursos fiscales a obras improductivas, en detrimento de la calidad de los servicios públicos.

Además, el interés de su partido por perpetuarse en el poder ha llevado al Congreso a impulsar reformas que, en la práctica, han desmantelado los contrapesos remanentes al Poder Ejecutivo, como el Poder Judicial y los órganos autónomos.

Las medidas para reducir la pobreza resultan ineficaces e insostenibles si promueven la dependencia de los apoyos gubernamentales y presionan al alza la inflación, al tiempo que comprometen la salud de las finanzas públicas. Además, la concentración del poder pone en riesgo las libertades individuales y la protección de la propiedad privada. Estas condiciones desincentivan la inversión, la innovación y el crecimiento económico.

Haría bien la Presidenta en adoptar una visión de largo plazo y reconocer que las recompensas políticas no necesariamente impulsan el progreso del país.

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