Continúa la destrucción de la legalidad en México, como usted sabe. Aunque nunca hemos vivido en un Estado de derecho, propiamente hablando, nos acercamos bastante a partir de 1995. Treinta años después, se destruyó al Poder Judicial y se ha reemplazado con “jueces” electos mediante un proceso absurdo, amañado, y en estricto sentido, ilegítimo.
Es posible que algunos de los elegidos tengan algo de conocimiento de su puesto, pero abundan ejemplos de personas que llegaron a decidir sobre temas que desconocen, sin idea de los procedimientos, e incluso, de las leyes sobre las que tendrían que basar su decisión. Las sesiones de la Corte son de pena ajena.
En México, la ley jamás ha sido el eje sobre el que funciona la sociedad. Desde el primer virrey, optamos por administrar la aplicación de las leyes para evitar conflictos inmanejables. Refrendamos esa actitud en el siguiente siglo y desde entonces mantuvimos una relación lejana con la Corona y con sus leyes. Aunque nos encanta el formalismo, y a la menor oportunidad redactamos constituciones, o las ampliamos sin medida, lo de cumplir lo escrito no se nos da.
Como en cualquier sociedad, la ley es un instrumento de última instancia. La convivencia diaria se rige por costumbres y tradiciones, y es sólo cuando éstas se rompen que se hace necesario recurrir a las leyes y a los cuerpos que las hacen cumplir. En nuestro caso, esa última instancia no ha sido (salvo en el periodo mencionado al inicio) utilizada con frecuencia. Las policías no gozan del respeto de la población, ni tienen tampoco mucho interés en aplicar la ley. Antes de llegar al extremo, nos guiamos por la máxima de que vale más un mal arreglo que un buen pleito.
En consecuencia, hemos sido un país de negociaciones permanentes, que cuando no nos gustan llamamos “transas”. Si alguien quería invertir para producir autos, tenía que negociar con el gobierno, cuyos representantes negociaban coimas o de plano participaciones. Defender la propiedad de un terreno llevaba a negociar con autoridades, notarios, invasores y, frecuentemente, se facilitaba la negociación a balazos. Negociamos la paz social, la economía, el “desarrollo urbano…" Todo.
El resultado es el mazacote en que hemos convertido al país, con ciudades sin orden, grupos totalmente excluidos, familias en posiciones de privilegio, políticos dedicados al saqueo, y crecientemente, amplios grupos construyendo Estados paralelos (mejor conocidos como crimen organizado). El proceso civilizatorio que podría establecer un Estado de derecho en forma lo iniciamos apenas hace 30 años, y lo hemos destruido.
La destrucción es obra del grupo que está en el poder, que cree que regresando a la vieja tradición de la negociación podrá perpetuarse en el poder y ampliar el saqueo, que ya es hoy el mayor de la historia nacional. Si bien el inicio de la destrucción podía achacarse al anterior presidente, aunque con la connivencia de la actual, la eliminación del amparo es totalmente de ella.
Hay quien afirma que es una reforma dirigida a cobrarle a Salinas Pliego lo que el gobierno afirma que debe, pero el resultado es la indefensión de todos los mexicanos. Cualquier día, sin aviso, puede usted amanecer sin acceso a sus cuentas bancarias. Y no habrá manera de defenderse. Entre prisiones preventivas oficiosas, bloqueos de cuentas, fiscalías interesadas, jueces incompetentes, y la tremenda Corte, estamos indefensos y desamparados.
En ocasiones anteriores, cuando algo así ha ocurrido, el resultado ha sido un proceso de desintegración, aderezado de violencia. Uno de ellos requirió medio siglo para controlarse, el otro nada más la mitad. Si no hay reglas iguales para todos, y dependiendo del sapo es la pedrada, entonces quien tiene más saliva traga más pinole. Desamparados, apedreados y atragantados, es imposible estar unidos.