Desde hace casi un año, hemos sugerido en esta columna que enfrentamos tres procesos diferentes, aunque no independientes entre sí. Por un lado, un deterioro global que no es nuevo, aunque sin duda se ha acelerado con la segunda presidencia de Donald Trump. En segundo lugar, la desaceleración económica interna. Finalmente, una descomposición política también nuestra.
Del deterioro global hemos hablado mucho últimamente, y basta con llamar la atención al comportamiento delictivo más reciente de Trump. Su medida de imponer aranceles arbitrariamente a todos los países, provocó un derrumbe general de los mercados financieros, incluyendo al mercado de bonos, con lo que la tasa de interés de largo plazo que paga el gobierno de Estados Unidos empezó a crecer rápidamente desde el martes. El miércoles, puso un mensaje en su red social diciendo que era momento de comprar, y a mediodía anunció que posponía por 90 días los mencionados aranceles, con lo que hubo un salto espectacular en las bolsas. Minutos antes del anuncio, ya había empezado ese crecimiento acelerado, lo que indica que hubo información privilegiada. Recuerde que Trump, además de todo, es un bandido.
Del segundo proceso, la desaceleración económica, conviene entenderla como un proceso de largo plazo. Inició con la cancelación de la construcción del aeropuerto, lo que nos puso en recesión a mediados de 2019. La pandemia, que golpeó a todos los países, impidió ver cómo la desaceleración era muy duradera. Por eso, y por no haber implementado planes de apoyo durante el confinamiento, la recuperación post-pandemia fue limitada, y pronto regresó la dinámica negativa. Por eso perdió López la elección intermedia, y por eso decidió incrementar la deuda del gobierno mexicano en diez puntos del PIB (cuatro en 2023 y seis en 2024) para no perder la presidencial.
En consecuencia, la economía mexicana nunca se recuperó de la decisión del aeropuerto (y el bloqueo a la reforma energética), sino que vivimos una burbuja de ingresos durante 18 meses, que alcanzó exactamente para llegar a la elección de 2024. Desde julio, es muy clara la caída, que desde octubre nos tiene ya en terreno negativo. Este proceso es independiente del deterioro global y de Trump, aunque seguramente eso puede profundizar la caída.
Finalmente, está la descomposición política, producto de la manera en que Morena alcanzó el poder, en 2018 y en 2024. Para lograrlo, construyeron alianzas con grupos que ahora son profundamente tóxicos, desde políticos de muy mala calidad de otros partidos hasta líderes de grupos criminales. Cuando, en 2024, después de una elección que ya no fue democrática, llevan a cabo un golpe de Estado para tener mayorías calificadas y desaparecer a la oposición, cometen un gran error: ya no tienen enemigo enfrente, sino adentro.
Quien ocupa la presidencia, según todas las evidencias, no tiene control sobre esas alianzas, sobre el Congreso, y muy probablemente tampoco sobre los gobernadores. Aunque se afirma que todos ellos siguen instrucciones del anterior, no está claro que esos hilos sean duraderos, especialmente frente a la caída de legitimidad (Izaguirre), falta de recursos (finanzas públicas) y a la amenaza externa (Estados Unidos).
No es fácil que un movimiento excluyente, indisciplinado e incompetente pueda durar en el poder, pero no hay algo que lo puede reemplazar. Al menos, no se percibe ahora mismo. Si bien nuestros procesos internos podían durar hasta la elección intermedia, el fenómeno global está siendo demasiado acelerado.
Así como nadie puede ahora mismo apostar por el nivel de las bolsas, las tasas o el tipo de cambio, creo que tampoco podemos hacerlo con respecto a la estabilidad política. A ver si durante Semana Santa nos serenamos.