Luis Wertman Zaslav

El tiempo de la renovación interior

El mundo contemporáneo, con sus urgencias y tensiones, necesita recordar este valor. Detenerse no es retroceder; reflexionar no es perder tiempo.

Hay instantes del calendario que no se viven como un simple cambio de fecha. Son tiempos distintos, cargados de un sentido profundo, en los que el ser humano se concede la oportunidad de empezar de nuevo. Momentos en los que la rutina se detiene y lo importante no es lo que poseemos afuera, sino lo que cultivamos dentro.

Diversas culturas han reservado estos días para la introspección, el balance y la renovación espiritual. No se trata de fiestas ni de celebraciones en el sentido habitual, sino de espacios que nos recuerdan la grandeza de detenernos a reflexionar sobre quiénes somos, qué hemos hecho y qué podemos mejorar. Allí radica la esencia de un pueblo que entiende que la vida no se mide solo en años vividos, sino en las lecciones aprendidas y en la capacidad de cambiar con dignidad.

La introspección no es un lujo, es una necesidad vital. Nos invita a mirar atrás sin nostalgia y adelante sin ansiedad, con la claridad de reconocer errores, de agradecer aciertos y de reconciliarnos con nuestras propias contradicciones. Ese ejercicio exige valentía, porque no siempre es fácil admitir lo que debimos hacer mejor. Pero quien lo practica alcanza una fortaleza serena: la que nace de la honestidad consigo mismo.

En estos días especiales también surge la idea del arrepentimiento sincero. No como un castigo, sino como la posibilidad de corregir el rumbo. Arrepentirse no significa vivir atado a la culpa, sino decidir no repetir aquello que nos dañó o dañó a otros. Es transformar la equivocación en aprendizaje y el aprendizaje en crecimiento. Esa es la verdadera libertad: la de elegir ser mejores que ayer.

El perdón completa este proceso. No hay renovación real sin la capacidad de soltar el peso del rencor. Perdonar a los demás y a uno mismo abre la puerta a la paz interior y a la posibilidad de un futuro distinto. No se trata de olvidar, sino de trascender. De comprender que la vida no se construye desde el resentimiento, sino desde la oportunidad de empezar de nuevo. Sociedades que valoran el perdón se vuelven más justas, porque entienden que cada persona merece otra oportunidad.

La educación y la justicia son los puentes que permiten que esta renovación no se quede en lo individual, sino que se traduzca en progreso colectivo. Educar para la reflexión es sembrar generaciones que no se conformen con respuestas fáciles. Educar para la justicia es preparar ciudadanos que busquen la equidad y el respeto por encima de la imposición. Los pueblos que han hecho de la educación y la justicia pilares de su identidad han demostrado que el tiempo de la renovación interior también es tiempo de construcción social.

El mundo contemporáneo, con sus urgencias y tensiones, necesita recordar este valor. Detenerse no es retroceder; reflexionar no es perder tiempo. Es, por el contrario, la manera más inteligente de avanzar con rumbo firme. La modernidad no está en la prisa ni en la superficialidad, sino en la capacidad de equilibrar memoria y esperanza, razón y emoción, perdón y justicia.

Estos días, que invitan a la introspección universal, nos muestran que toda cultura que honra la reflexión y la renovación aporta un mensaje válido para la humanidad: la grandeza no está en el poder acumulado ni en la riqueza exhibida, sino en la humildad de aprender, en la valentía de cambiar y en la sabiduría de reconciliarse. Ese es el verdadero legado de quienes comprenden que la vida no es solo un tránsito, sino una oportunidad permanente de transformación.

Hacer el bien, haciéndolo bien.

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