Durante siglos, el comercio internacional ha descansado en un principio básico pero poderoso: incluso si un país no es el mejor en todo, puede ganar especializándose en lo que hace mejor en términos relativos. ¡Es la esencia de la teoría de la ventaja comparativa, formulada por David Ricardo en el año 1817! Pero en el mundo actual —con cadenas globales de valor, revolución digital y competencia por el talento— esa lógica necesita evolucionar. Y ahí entra Paul Romer a finales de los años 80; nos recuerda que las ideas son el verdadero motor del crecimiento a largo plazo.
¿Cómo se combinan estas dos teorías? ¿Para un país como México?
Ricardo nos enseñó que lo importante no es ser el mejor en términos absolutos, sino tener el menor costo de oportunidad al producir ciertos bienes. Eso explica por qué países pueden y deben comerciar entre sí, aprovechando su estructura productiva. México, por ejemplo, ha tenido ventaja comparativa en sectores como el automotriz, el agroindustrial o el textil, gracias a su ubicación, mano de obra y tratados comerciales.
Pero Romer elevó la conversación. Dijo: ¡No basta con producir más barato! ¡Hay que producir más inteligente! El crecimiento sostenible no solo depende de recursos naturales o trabajo barato, sino de tecnología, educación, innovación, reglas claras y generación constante de conocimiento. Lo que Romer llama crecimiento endógeno: cuando una sociedad invierte en su capacidad para crear y aprovechar ideas, el crecimiento ya no depende del azar o de factores externos.
Y aquí es donde México tiene una gran oportunidad.
Sí, tenemos tratados comerciales, ubicación estratégica y talento joven. Pero si no apostamos al conocimiento, la innovación y la sofisticación tecnológica, nos quedaremos atrapados en el viejo modelo: mano de obra barata, bajo valor agregado y dependencia externa. En cambio, si combinamos nuestra ventaja comparativa con una estrategia nacional de crecimiento inteligente, podemos subir en la escalera del desarrollo.
Eso implica, entre otras cosas:
• Transformar nuestras ventajas naturales (energía, turismo, geografía, población) en ventajas tecnológicas.
• Convertir nuestras universidades y centros de investigación en generadores de conocimiento aplicado.
• Invertir más —y mejor— en ciencia, tecnología, innovación y formación técnica.
• Promover clústeres industriales que aprendan haciendo, donde empresas compitan y evolucionen.
• Fortalecer la gobernanza, la legalidad y la seguridad para atraer y crear talento, así como capital de largo plazo.
Cuando se fomentan ideas, las ideas se propagan, se combinan, generan nuevas soluciones y benefician a todos. Lo opuesto ocurre cuando se limita el pensamiento, se castiga la iniciativa o se ahuyenta la inversión productiva.
“¡Cuidado con ideologías que busquen manipular!” Las ideas son bienes no rivales: si tú aprendes algo, no me lo quitas, me inspiras. Si un ingeniero crea un algoritmo, ese conocimiento puede escalar, replicarse, mejorar. La riqueza del siglo XXI está en el capital intelectual.
México compite con Corea, Polonia, Vietnam, India… países que entendieron que la ventaja comparativa es un punto de partida, pero el crecimiento con propósito es la meta.
Tenemos talento, recursos, historia y espíritu. Lo que nos falta es articular una estrategia de país basada en conocimiento, reglas claras y voluntad colectiva.
Esto no es tarea solo de un gobierno, sino de toda la sociedad: universidades que formen para el futuro, empresarios que inviertan con visión, funcionarios que regulen con integridad y ciudadanos que exijan calidad, oportunidades y verdad.
Ricardo nos enseñó a comerciar con sentido. Romer nos enseñó a crecer con inteligencia.
Hoy, México necesita a ambos: ventaja comparativa para competir y crecimiento endógeno para prosperar. La diferencia está en cómo usamos nuestras ideas.
Porque hacer el bien también es hacerlo bien.