Tener nuevamente una Copa Mundial en casa no es solo un honor deportivo. Es una responsabilidad histórica, una vitrina global y una oportunidad única para mostrarnos como lo que verdaderamente somos: un país con pasión, talento, capacidad y alma.
En 2026, México hará historia al convertirse en el primer país en recibir tres veces la máxima justa del futbol. Pero esta vez no solo compartimos sede con Estados Unidos y Canadá: compartimos el reto de estar a la altura de una nueva era.
El balón empieza a rodar desde ahora.
La organización de un Mundial mueve mucho más que estadios: mueve inversión, turismo, infraestructura, tecnología, empleos y esperanza. Cada ciudad sede —Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey— se convierte desde ya en centro de atracción internacional.
Según estimaciones conservadoras, el Mundial dejará una derrama económica que puede superar los 500 millones de dólares solo en México. Hablamos de más de 100 mil empleos temporales y permanentes, una ocupación hotelera sin precedentes, un aumento considerable en el consumo local y millones de ojos puestos en nosotros.
¿Estamos listos para recibir al mundo?
Sí, pero tenemos que actuar con visión y responsabilidad.
La infraestructura es solo el comienzo.
El reto no es solo tener estadios funcionales, es tener aeropuertos y transporte eficiente, conectividad impecable, seguridad real y servicios públicos que estén a la altura. Es ahí donde el Mundial nos obliga a acelerar mejoras que de otra forma tomarían años.
Invertir hoy en accesos viales, movilidad urbana, conectividad digital, sustentabilidad, atención médica, calidad del aire y seguridad turística no es un gasto: es sembrar progreso que trasciende los 90 minutos de cada partido.
Y más aún: es una excusa legítima para hacer las cosas bien, sin improvisaciones, sin simulaciones, sin pretextos. Es una oportunidad que no debe desperdiciarse.
Una nación que cree en sí misma juega mejor.
Pero quizás lo más valioso no se puede medir en dólares ni en goles. Me refiero al efecto que tendrá en la moral colectiva de los mexicanos.
En un mundo crispado por tensiones y polarización, donde la desigualdad y la desconfianza crecen, tener el Mundial es una dosis de autoestima. Es recordar que sí podemos, que somos protagonistas en la historia del deporte y que tenemos razones legítimas para sentirnos orgullosos.
Ver ondear la bandera, escuchar el Himno Nacional ante los ojos del mundo, recibir turistas que admiran nuestra cultura, hospitalidad y gastronomía, puede ser profundamente transformador.
Nos recuerda que México tiene con qué. Que tenemos identidad, calor humano, historia, alegría. Que en medio de lo difícil, también podemos celebrar y compartir lo mejor de nosotros.
El balón también rueda en lo privado y lo social.
El sector privado tiene una responsabilidad enorme. No se trata solo de vender más. Se trata de innovar, generar alianzas, impulsar talento joven, proyectar marca país y sumar a una narrativa positiva.
Lo mismo aplica para la sociedad civil. ¿Y si usamos el Mundial para promover valores como la inclusión, el juego limpio, la equidad de género, el respeto, la sostenibilidad y la solidaridad?
Los mundiales no solo son eventos deportivos, son oportunidades para redefinir identidades. Y México tiene una de las más ricas, diversas y profundas del planeta.
Juguemos en equipo, como país.
Tenemos el tiempo justo para alinear esfuerzos, cerrar brechas, comunicar con inteligencia y demostrar, dentro y fuera de la cancha, que México no es solo pasión, sino también capacidad.
Que no solo cantamos, sino que también organizamos.
Que no solo soñamos, sino que también cumplimos.
Que no solo tenemos historia, sino también visión de futuro.
Esta vez, no solo queremos recordar 1970 y 1986. Queremos recordar cómo el Mundial 2026 fue un parteaguas para México:
Más competitivo.
Más unido.
Más seguro.
Más visible.
Más justo.
Más fuerte.
Porque al final, no se trata solo de ganar partidos. ¡Que debemos ganarlos!
Se trata de ganarnos el respeto del mundo.
Y ESA COPA, CRÉANME, TAMBIÉN ¡¡VALE ORO!!