Dice un dicho que, ni tanta luz que queme al santo, ni tan poca que no lo alumbre. Esta expresión popular podría aplicarse al reacomodo de la economía internacional y a los impulsos, no a las razones, que hacen reaccionar a los mercados de forma curiosa.
El llamado “apetito” por el riesgo tiende a explicar comportamientos financieros que no podrían ser justificados de ninguna otra manera, pero la realidad es que las decisiones en los negocios siempre tienen un factor de cautela y, yo diría, hasta de desconfianza en el futuro, que es lo más incierto que podemos pensar en este mundo.
Sin embargo, tener esperanza en lo que va a suceder, aunque entre en los terrenos de la fe, es lo que motiva a la inversión y al consumo en este planeta; nada más que nadie come lumbre, afirma otro adagio, y por eso tomar decisiones arrebatadas nunca es aconsejable cuando se va a tomar una determinación económica, ya sea en casa o con los recursos de una empresa y menos con los del presupuesto público, que es de todos.
Argentina, por ejemplo, acaba de sorprender con una elección primaria en la que un candidato que hace algunos años no era tomado en serio por nadie se hace con la victoria, gracias a que capitaliza un descontento, motivado por una enorme desconfianza social, con una plataforma que, mientras le daba interés a la escena política de esa nación, nadie la analizaba con un poco de detalle. Unas horas después de ese inesperado triunfo, las alarmas brincaron, porque sus propuestas atacaban directamente no solo a la población, sino a esos intereses que lo empujaron hacia la palestra en la que se encuentra ahora. La respuesta fue una devaluación del peso argentino, lo que le restará apoyo al personaje, pero también lastimará a una sociedad que no lo merece, aunque haya impulsado una alternativa que no lleva a ninguna parte.
No es el único caso y ocurre en todas las naciones, porque vivimos un cambio de época en el que la desconfianza se transforma en desilusión y esa en malestar, lo que provoca que la gente tome la decisión de castigar al sistema, sin tomar en cuenta que somos más que una parte de ese mismo, sino que somos sus protagonistas.
A la pregunta de muchos críticos de por qué eso no ocurre en México, la respuesta está precisamente en todo lo que subestiman, minimizan y hasta rebaten diariamente. Esta administración está concentrada en los segmentos menos favorecidos, sí, pero eso no quiso decir que los de mayor ingreso no se beneficiaran o que la iniciativa privada fuera puesta a un lado en la inversión pública que se hizo en las grandes obras, y en las medianas, donde participan muchas compañías cuyos directivos hace cinco años veían, con los dientes apretados, el resultado de la elección presidencial.
Como ocurrió en el periodo de la jefatura de Gobierno, la opinión pública fue una y la publicada fue otra, cuando la que cuenta es la primera y esa solo es favorable si hay resultados. Claro que faltan cosas por arreglar, por eso estamos en el debate sobre qué sigue y cómo debe seguir. Lo que no está a discusión es que éste era el camino correcto ante las circunstancias que habíamos sufrido durante los últimos tres sexenios y era la última opción de este sistema y no una propuesta en contra de lo que tanto peleamos por llamar democracia y libre mercado.
Son muchas las lecciones que ha dado esta forma de gobernar a quienes aplicaron los principios económicos que, se suponía, nos iban a llevar a la modernidad y las mayores han sido en el terreno donde se pensaba que nada más dominaban los expertos y los especialistas: la macroeconomía y el manejo responsable de las finanzas públicas.
Fue un cambio de enfoque, que ha terminado por facilitar el consumo y enfrentar, con una economía sólida, una pandemia que derrumbó a otras naciones que aparecían fuertes y previsoras. En varias, la decisión de sus sociedades ha sido encumbrar alternativas radicales que se basan en un nacionalismo ramplón y en un rechazo al Estado para darle paso a una supuesta gobernabilidad en la que una mayor presencia de lo privado eliminará burocracias y asegurará la justicia de manera automática.
En pocos ha funcionado y en unos meses esos mismos candidatos que tanto emocionaron con su radicalismo tienen que empezar a equilibrar, conduciendo una economía que vea por los que menos tienen y limitando a esos intereses que tienen por lema cobrar hoy y pensar después en mañana. España, otro caso, tuvo la claridad popular de no dejarse arrastrar hacia los extremos y a pesar de que la conformación de su nuevo gobierno depende de una compleja alianza, prevaleció la idea de que una sociedad dividida no es una sociedad inteligente.
Pienso que vendrán nuevos ejemplos en el futuro próximo, ninguno como para equipararlo con lo que vivimos en nuestro país, donde el cambio más importante es en la consciencia social de que si no vivimos con mayor igualdad, tampoco lo podremos hacer en paz y con tranquilidad.
El autor es comisionado del Servicio de Protección Federal.