Comisionado del Servicio de Protección Federal
En El capital en el siglo XXI, Thomas Piketty explica con claridad que el desarrollo económico no tiene una relación directa con el aumento en la renta del ciudadano promedio, ni tampoco con la mejora de sus condiciones de vida.
Si se busca una sola causa del malestar que hoy provoca en el mundo el modelo económico de la globalización, ésta es la concentración de los ingresos en pocas manos y el desequilibrio que ello ocasiona en muchas sociedades que se consideran tradicionalmente capitalistas.
A nivel internacional, que no sorprende, se habla poco del impacto que ha tenido la acumulación de capital en naciones que terminaron en un remolino de inflación por el conflicto bélico en Ucrania y medidas económicas que atendieron la emergencia de la pandemia sin pensar que ésta pasaría, pero los efectos de esas acciones se sumarían a la deuda pública de cada ciudadano.
Por ejemplo, hasta la última elección de primer ministro en Reino Unido, leíamos la crónica diaria de un país del llamado primer mundo sumido en una crisis financiera impulsada por pésimas determinaciones y un mercado tan abierto que ya dependía más del exterior que de su fuerza de producción y consumo internos.
Francia no es excepción, a pesar de que su industria energética pudo, y puede, enfrentar la tensión con Rusia, nada más que no fue sencillo, porque implicó la nacionalización de diferentes plantas a compañías privadas, justificada por el interés público elemental que representa darle a la población fuentes de energía. Una medida, por cierto, nada capitalista, aunque sí de alto beneficio social.
Mientras centremos el debate económico en la presencia automática del mercado contra el dominio del Estado sobre las actividades productivas, estaremos promoviendo la desigualdad tal y como la conocemos. El mercado no es infalible y su “mano invisible” lo es tanto que pocas veces se nota, a menos de que la regulación, la política de impuestos y la eficacia de las autoridades para sancionar abusos y monopolios, se encuentren presentes para corregirla si se sobrepasa.
Ahora (y antes) que sectores de la sociedad se escandalizan con solo escuchar el nombre de otro libro de título y temática similar, El Capital de Carlos Marx, bien podríamos retomar varios de sus capítulos para entender que la falta de competencia real y una economía demasiado concentrada son malas para cualquier negocio, más para el desarrollo de todo un país.
La discusión está en cómo establecer un nuevo capitalismo a partir del equilibrio de producción que se da en este momento entre oriente y occidente, cuando las cadenas de suministro están ya realineándose a favor de países como México, por ejemplo, y la meta de reducir la brecha de desigualdad que no ha podido acercar la teoría económica de aparente libre mercado. Esta propuesta es completamente capitalista, por cierto.
Un aumento, digamos, del 20 por ciento en la base de consumidores, a partir de salarios competitivos y condiciones de vida adecuadas, significaría un crecimiento económico para una nación que no se ha visto en las últimas cuatro décadas. Y, por increíble que parezca, el mercado ha estado ahí desde el principio.
Revisemos el desempeño de las principales compañías de la mayor parte de las industrias que cotizan en la bolsa de valores y veremos que estos tres años fueron de ganancias, en algunos casos récord, y que la pandemia solo hizo que muchas siguieran en una racha de alzas en utilidades para sus accionistas. La clave es cómo lo lograron y también son varias las que lo hicieron a partir de la especulación y aprovechando los apoyos públicos que dieron los gobiernos vía recursos que provienen de impuestos o de la impresión de dinero que puso en aprietos a los mismos que se intentaba proteger, incluyendo a las propias autoridades.
Un cambio de época podría requerir al fin de un cambio de modelo económico, ese que pueda acortar la distancia entre quienes tienen sus necesidades más que cubiertas y los millones que apenas sobreviven. Parafraseando el lema de una campaña presidencial estadounidense muy famosa: el problema es la desigualdad, tonto. Ni más, ni menos.