Una de las señales más claras de que un país se aleja de la democracia no es el golpe de Estado, sino la acumulación gradual, silenciosa y legalizada del poder en una sola persona o partido. En México, aunque todavía se celebran elecciones y se invoca el nombre de la Constitución en discursos oficiales, los hechos nos dicen que caminamos hacia un régimen que cada día se parece más a una dictadura, disfrazada de democracia, a lo que Mario Vargas Llosa llamó “la dictadura perfecta”.
La historia nos muestra cómo muchos de los dictadores más brutales del siglo XX no llegaron al poder por la fuerza, sino por el voto. Hitler ganó con más del 60% de los sufragios en 1932. Stalin, Mao y otros caudillos de izquierda fueron populares al inicio. ¿Qué fue lo que los convirtió en dictadores? No fue su llegada al poder, sino lo que hicieron con ese poder: modificar la Constitución, eliminar contrapesos, expropiar, perseguir, encarcelar, y mantenerse en el poder a cualquier precio.
Hoy en México, la concentración de poder en el Ejecutivo es alarmante. Morena controla no solo la Presidencia, sino también al Congreso y busca someter al Poder Judicial. Cada vez que un presidente enfrenta resistencia constitucional, propone una reforma. Cada vez que se le señala un abuso, responde con un ataque, no con argumentos. La Constitución, que debería limitar su poder, se ha convertido en una herramienta para expandirlo.
Una democracia no se define por el número de elecciones, sino por los límites al poder. La división de poderes es esencial. Pero cuando un presidente impone ministros, debilita presupuestalmente a instituciones como el INE, presiona a jueces y usa a la UIF o a la Fiscalía con fines políticos, la balanza del poder desaparece.
En nombre de los pobres se justifican violaciones legales y políticas clientelares. Más pobres, más votos: esa es la estrategia. A quienes reciben ayudas se les advierte que, si pierde el partido en el poder, se terminan los apoyos. Esta coacción disfrazada de “justicia social” destruye el voto libre y transforma los programas sociales en armas electorales.
La manipulación también llega a los medios. La libertad de expresión, uno de los pilares de la democracia, está en riesgo cuando los periodistas críticos son hostigados, vetados o atacados desde el púlpito presidencial. En lugar de defender la pluralidad de ideas, se busca imponer una narrativa única, bajo la amenaza de expropiar, clausurar o fiscalizar a quien disienta.
La Constitución mexicana ha sido modificada cientos de veces, la mayoría para otorgar más poder al presidente. En contraste, Estados Unidos ha tenido una sola Constitución desde hace más de dos siglos, con solo 27 enmiendas. La estabilidad jurídica garantiza derechos. La inestabilidad constitucional, en cambio, es tierra fértil para el autoritarismo.
La justicia también ha sido politizada. Un acto, como recibir dinero en efectivo sin reportarlo, puede ser considerado delito o aportación ciudadana, dependiendo de quién lo cometa. Los enemigos son corruptos; los aliados, benefactores. Esta doble moral es típica de los regímenes que se alejan del Estado de Derecho y se acercan al absolutismo.
México aún no es una dictadura, pero va en camino. El peligro no es inmediato ni evidente como un golpe de Estado. El riesgo está en la normalización de los abusos, en la indiferencia ciudadana, en la justificación constante de lo injustificable. El silencio ante el poder absoluto es el preámbulo de su consolidación.
No se trata de ser alarmistas, sino analizar los sucesos y características de advertencia. Las dictaduras del siglo XX empezaron como gobiernos “populares”, con promesas de justicia y bienestar. Pero terminaron con hambre, represión, pobreza y exilio. Venezuela, Nicaragua y Cuba son ejemplos vivos.
Si no se restaura la división de poderes, si no se protege la propiedad privada y la libertad de expresión, si no se limita al poder mediante una Constitución firme, México corre el riesgo de perder su democracia.