Una de las principales promesas que llevó al poder a Andrés Manuel López Obrador fue combatir la corrupción. Esa bandera fue también uno de los factores que impulsó al nuevo gobierno de Claudia Sheinbaum. Sin embargo, a unos meses de haber iniciado su sexenio, no hay señales de que esa promesa se esté cumpliendo. La corrupción continúa, y la impunidad persiste, especialmente cuando los involucrados forman parte del partido oficial.
Durante el sexenio de López Obrador, se castigó —y con razón— a corruptos de administraciones anteriores. Pero se dejó intactos a los de su propio gobierno. En sus tres primeros años, no se tocaron las estructuras que permiten la corrupción. El pretexto de “soberanía nacional” se convirtió en escudo para aumentar la opacidad y reducir la transparencia en las compras públicas. En 2020, más del 90% de los contratos en el sector salud fueron por adjudicación directa, la forma más propicia para desviar recursos públicos sin rendición de cuentas.
Organizaciones como Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI) documentaron desvíos millonarios, como el caso de SEGALMEX, en el que se trianguló dinero a empresas fantasma por más de 800 millones de pesos. Ningún funcionario relevante ha sido investigado ni sancionado. El caso quedó, como tantos otros, en el olvido institucional.
Según datos del Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), entre 2018 y 2020 se disparó el porcentaje de contratos por adjudicación directa: 35 % en 2018, 39 % en 2019 y 43 % en 2020, un récord histórico. Por primera vez, las compras sin licitación pública superaron a las que siguen procedimientos abiertos y competitivos. La corrupción no solo no se erradicó, se institucionalizó con nuevos protagonistas.
El Índice de Percepción de la Corrupción 2021, elaborado por Transparencia Internacional, colocó a México en el lugar 124 de 180 países. Compartimos ese sitio con naciones con regímenes débiles y sin controles institucionales sólidos. En América Latina, Uruguay, Chile y Costa Rica están entre los mejores evaluados, mientras México retrocedió.
Ahora, en el gobierno de Claudia Sheinbaum, el panorama no ha cambiado. La impunidad sigue siendo la norma cuando los implicados son cercanos a Palacio Nacional. La corrupción se combate solo cuando conviene políticamente, pero se encubre cuando se trata de aliados. No hay voluntad de investigar ni de castigar. No se trata de falta de leyes, sino de ausencia de voluntad y congruencia.
La centralización de las compras públicas, especialmente en salud, lejos de resolver el problema, lo agravó. Las denuncias por desabasto de medicamentos tienen raíz en la mala gestión y en las trabas burocráticas que se colocaron intencionalmente para favorecer a ciertos proveedores. Un testimonio que llegó a mi conocimiento describe cómo se revocó una licitación ganada legalmente, para reasignarla a otro proveedor más “alineado”, bajo pretexto de una irregularidad menor.
La corrupción estructural no se combate con discursos, sino con instituciones fuertes, transparencia real y reglas claras para todos. Las adjudicaciones directas deben ser la excepción, no la norma. La opacidad, las consultas amañadas y las cancelaciones de proyectos productivos no fortalecen al Estado: lo debilitan.
El gobierno actual interpreta la “transformación” como destrucción. Texcoco, la cervecera de Mexicali, los ductos de la CFE negados a privados, son ejemplos de cómo se han destruido inversiones productivas en nombre de un proyecto ideológico que desconfía de la iniciativa privada, pero tolera la corrupción pública.
Eliminar fideicomisos, cancelar programas de apoyo o centralizar compras no resuelve nada si no se sustituye por sistemas más eficientes, fiscalizables y transparentes. Hasta ahora, eso no ha sucedido. Se destruyó lo imperfecto, pero funcional, para imponer estructuras más opacas y politizadas.
Uno de los principios básicos de cualquier democracia es aplicar la justicia sin distingos. Castigar la corrupción no debe depender de la camiseta partidista del infractor. Hoy vemos un uso político de las instituciones de justicia: se investiga a opositores, pero se protege a aliados. Es una justicia selectiva, más cercana a los regímenes autoritarios que a una república democrática.
Si la presidenta Sheinbaum desea diferenciarse de su antecesor, debe comenzar por castigar la corrupción dentro de su propio equipo. Y si desea consolidar un gobierno justo, debe aplicar la ley con la misma severidad para todos, sin importar militancia ni cercanía al poder.