En las últimas décadas, los gobiernos han logrado convencer a muchos de que la inflación es un fenómeno misterioso, casi natural, como un temblor o una tormenta. Sin embargo, pocos reconocen lo evidente: en países como México, es el mismo gobierno quien infla los precios al aumentar, directa o indirectamente, los costos de vivir, producir y transportar.
Un claro ejemplo son los peajes de las carreteras. Tan solo en 2025, Caminos y Puentes Federales (CAPUFE) ajustó las tarifas dos veces: en enero un 6.7% y en septiembre hasta un 18%. En total, algunos tramos carreteros acumulan un alza de más del 25% en lo que va del año. La excusa oficial es “actualizar las tarifas conforme a la inflación”. Pero es precisamente ese encarecimiento, originado por decisiones del mismo gobierno, el que provoca la inflación que dicen combatir.
Más del 80% de los alimentos que consumimos en México se transportan por carretera. Por lo tanto, cada alza en el peaje se traslada directamente al precio del jitomate, la leche, el pan. Lo mismo ocurre con los combustibles. En periodos anteriores, como entre agosto de 2017 y 2018, la gasolina magna subió un 21.5% y la premium un 17.4%, mientras el índice de precios al productor creció apenas 8%. En lugar de contener estos incrementos, el gobierno ha convertido a las gasolinas en una fuente de ingresos vía impuestos, castigando a quienes más necesitan movilidad para producir.
La electricidad no se queda atrás. En 2025, muchas empresas en México están pagando hasta 78% más por kilowatt-hora que sus pares en Estados Unidos, según datos de la OCDE. En sectores como el textil, la energía ya representa hasta el 40% de sus costos totales. Mientras tanto, la Comisión Federal de Electricidad (CFE), empresa estatal, sigue reportando pérdidas que se tapan con dinero público, es decir, con tus impuestos.
¿La razón detrás de estos aumentos? Sencilla: el gobierno necesita cubrir un gasto público excesivo, en gran parte derivado de subsidios improductivos, nóminas infladas y el rescate continuo de empresas estatales como PEMEX y CFE. En lugar de recortar el gasto, optan por subir precios e impuestos, provocando una inflación que afecta a todos, pero sobre todo a los más pobres.
Este fenómeno no es nuevo. En la Alemania de 1923, tras financiar el gasto del Estado con impresión de billetes, una barra de pan pasó de costar 250 marcos en enero a 200 mil millones de marcos en noviembre. Los alemanes usaban el dinero como papel tapiz o combustible porque valía menos que la leña. En Venezuela, hace solo unos años, el bolívar se volvió tan inútil que la gente medía el precio del huevo no por unidad, sino por fajos de billetes. Las escenas de carretillas llenas de dinero para comprar una bolsa de arroz no son distantes: son la consecuencia lógica de gobiernos que gastan sin freno y luego culpan al mercado por la inflación.
En el caso de México. Algunos justifican la inflación culpando a los empresarios que “suben precios”, sin reconocer que sus costos, impuestos y servicios aumentan por decisiones del gobierno. Otros, aconsejados por economistas de inspiración keynesiana, proponen aumentar el gasto público para “reactivar” la economía. Lo que logran, en realidad, es una recuperación ficticia, una burbuja inflacionaria que revienta tarde o temprano.
La verdadera salida no está en gastar más, sino en gastar mejor. El crecimiento económico duradero se logra con reglas claras, respeto al Estado de Derecho, certidumbre jurídica y menos intervención estatal. Estados Unidos crece con regularidad porque los cambios de gobierno no significan el rediseño de toda la economía. En cambio, en América Latina, cada nuevo presidente quiere “reinventar el país”, modificando leyes, expropiando, o desincentivando la inversión privada.
Lo que México necesita es dejar de asfixiar al sector productivo. Si no se reducen los costos artificiales impuestos por el gobierno, los empresarios seguirán subiendo precios para sobrevivir, y los consumidores seguirán pagando las consecuencias. La solución está al alcance: recortar el gasto público, eliminar subsidios inútiles, abrir a la competencia sectores cerrados, y dejar de usar al gobierno como excusa para inflar precios.
Mientras eso no suceda, el verdadero generador de la inflación no es el productor, ni el tendero, ni el agricultor. Está en el escritorio del burócrata que decide cuánto más nos va a costar vivir mañana.