Luis Pazos

Una elección no hace la democracia

Un sistema con elecciones pero sin división de poderes ni libertades es solo una dictadura electoral.

Muchos creen que democracia es sinónimo de votar. Sin embargo, el voto, aunque importante, es solo una parte de la democracia. No basta con que un gobernante obtenga más votos para que su gobierno se considere democrático. En muchos países se realizan elecciones, incluso con alta participación, pero eso no garantiza la existencia de una verdadera democracia. Lo que define y sostiene a un sistema democrático es el respeto al Estado de Derecho y, sobre todo, la división de poderes.

La división de poderes —ejecutivo, legislativo y judicial— es el muro de contención que impide que el gobernante en turno concentre el poder. El poder sin contrapesos degenera en autoritarismo, aunque haya sido otorgado mediante elecciones. Por eso, todos los países democráticos limitan el tiempo en que una persona puede ejercer el poder: cuatro años en Estados Unidos, cinco en la mayoría de los países europeos, seis en México. Esta limitación evita la perpetuación en el cargo y da oportunidad a la alternancia, otro pilar de la democracia.

En las dictaduras, en cambio, no existe esta rotación. En Cuba, los hermanos Castro se mantuvieron en el poder durante más de medio siglo; en Venezuela, Hugo Chávez modificó la Constitución para establecer la reelección indefinida, y su sucesor, Nicolás Maduro, ha perpetuado ese esquema con elecciones manipuladas. En estos países no hay contrapesos reales, y aunque simulan elecciones, nadie en su sano juicio los considera democráticos.

Un sistema con elecciones pero sin división de poderes ni libertades es solo una dictadura electoral. La democracia no es solo la forma de elegir, sino también la forma de gobernar. Gobernar democráticamente implica someterse a la ley, respetar a los otros poderes y acatar sus decisiones, incluso cuando no se esté de acuerdo con ellas.

En Venezuela, el presidente ignora las decisiones del Congreso cuando no le son favorables. El poder judicial está subordinado al ejecutivo y las leyes solo sirven para castigar a la oposición o justificar la represión. Es el modelo de gobierno donde todo gira en torno a una sola figura, al estilo de Stalin en la URSS, Mao en China o Fidel Castro en Cuba. Ese es el camino que México debe evitar a toda costa.

Durante buena parte del siglo XX, México vivió bajo una simulación democrática. El PRI controlaba el Ejecutivo, el Legislativo y tenía fuerte influencia sobre el Judicial. Las elecciones eran rituales vacíos, la alternancia inexistente, y el Congreso no era más que una oficialía de partes del presidente en turno. La división de poderes existía solo en el papel. Fue hasta el año 2000 que se logró la alternancia en el Ejecutivo, pero el PRI conservó amplios márgenes de poder en el Legislativo y los gobiernos estatales, impidiendo reformas profundas.

Actualmente, corremos el riesgo de regresar a ese modelo hegemónico. Si el partido en el poder logra el control total del Congreso, podrá reformar la Constitución, someter al Poder Judicial, y anular los contrapesos que garantizan nuestra libertad. En ese escenario, una elección democrática podría ser usada como trampolín para establecer una dictadura legal, como sucedió en Venezuela con Chávez.

Debilitar al Congreso o al Poder Judicial no fortalece al país, lo debilita. Un presidente sin límites puede cometer abusos con impunidad. La historia demuestra que ninguna nación ha mejorado su economía, reducido su corrupción o aumentado su seguridad concentrando el poder en una sola persona. Por el contrario, las dictaduras destruyen instituciones, ahuyentan inversiones y generan pobreza.

Para fortalecer la democracia mexicana no se necesitan más leyes, sino funcionarios con independencia, jueces que no se dobleguen ante el Ejecutivo y legisladores que representen al pueblo y no al presidente en turno. Necesitamos ciudadanos conscientes de que un Congreso débil no es señal de gobernabilidad, sino antesala del autoritarismo.

Sin división de poderes, no hay democracia. Y sin democracia, no hay libertad.

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