La corrupción y la mala praxis política afectan a todos los sistemas de gobierno en el mundo. Nadie se salva. Desde el régimen más autoritario hasta el más democrático.
Una diferencia radica en cómo actúan mandatarios o mandatarias ante las faltas cometidas por propios y ajenos, y en cómo la población reacciona ante dicho actuar.
¿Se ofrecen disculpas por los errores? ¿Se enmienda la equivocación? ¿Se hace pagar a los responsables? ¿O se aplica la técnica del avestruz? Tomar medidas frente a conductas inadmisibles forma parte del ejercicio del poder y de la rendición de cuentas, de la democracia y el buen gobierno.
Cómo olvidar cuando en 2012 el entonces rey de España, Juan Carlos I, pronunció la ya viralizada disculpa: “Lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir”, después de un accidente en una cacería de elefantes en Botsuana, en plena crisis financiera.
Las disculpas fueron insuficientes. Al escándalo del elefante se sumaron más casos de corrupción en la familia real sin una verdadera rendición de cuentas. Todo empujó al rey a abdicar dos años después.
Siguiendo con España (la distancia proporciona claridad en el análisis), tenemos las posiciones que los presidentes Mariano Rajoy (Partido Popular) y Pedro Sánchez (PSOE) asumieron ante escándalos de corrupción al interior de sus partidos. Rajoy no reaccionó a tiempo ante el “caso Gürtel”.
La consecuente moción de censura lo removió del cargo. En cuanto a Sánchez, quien enfrenta aún el “caso Koldo”, actuó más veloz y contundente. El actual presidente admitió en el Congreso el mal manejo de los imputados, se disculpó por haber confiado en ellos y reestructuró a su partido, desembarazándose de los cuadros involucrados en la trama. Sánchez ha logrado un repunte en las encuestas que lo tenían en la lona cuando estalló el caso de corrupción y ahora le otorgan 15 puntos de ventaja.
La rendición de cuentas exige dos movimientos. Primero, acciones ejemplares —fundadas y con debido proceso— que envíen la señal inequívoca de que nadie, ni evasores fiscales, ni delincuentes de cuello blanco, ni los cercanos al poder, está por encima de la ley.
Segundo, un dispositivo estable de seguimiento para que esas decisiones no se evaporen en el ciclo informativo. No se trata de linchar en la plaza pública ni de populismo punitivo. Hablo de coherencia visible y verificable: sanciones proporcionales cuando hay faltas graves, precedentes claros y rutinas que cualquiera pueda auditar.
La presidenta de México, como cualquier líder democrático, gobierna en dos planos: el simbólico, que fija prioridades y límites, y el operativo, donde las decisiones producen consecuencias.
La política es transformadora: las palabras crean expectativas, pero solo se consolidan con actos consistentes. Si ante la primera prueba se sanciona a los propios con la misma vara que a los ajenos, se reescriben reglas y se estabilizan expectativas en la administración y en los mercados: baja la probabilidad de arbitrariedad futura y, con ella, la prima de riesgo institucional.
Una sanción ejemplar acompañada de hitos, plazos y trazabilidad produce información para todos: el próximo funcionario o legislador que dude entre torcer o cumplir calculará distinto; el inversor tomará nota; la burocracia aprenderá que las reglas duelen, pero se cumplen.
La acción ejemplar no siempre es punitiva: puede ser una renuncia aceptada con dignidad, una rectificación pública, la devolución de recursos o la rescisión de un contrato por integridad.
Lo esencial es que la señal sea inequívoca y el seguimiento, implacable e impecable. La democracia no exige infalibilidad; exige responsabilidad. Y la responsabilidad se prueba más con los propios que con los ajenos, sobre todo cuando el discurso se basa en principios.
En el ejercicio del poder, el tiempo influye en los incentivos. En términos crudos de costo-beneficio político, si el castigo a los propios se realiza demasiado temprano —antes de que las pruebas sean públicas—, se puede traducir en una pérdida de poder y confianza al interior.
La tentación entonces puede ser posponer; sin embargo, cada falta impune produce una organización que aprende a convivir con la desviación. Romper ese equilibrio exige un choque justo, temprano y visible que reorganice expectativas.
Y es que las medidas correctivas pueden tomarse cuando ya es demasiado tarde y uno se encuentra sin márgenes. En tal caso, la opinión pública no valora las acciones, pues las ve como poco genuinas.
Así, se acaba proyectando una imagen de debilidad al interior y al exterior, lo que genera una disminución de poder, aprobación y confianza dentro y fuera del partido.
La presidenta, una de las mujeres más poderosas del mundo, tiene una oportunidad y, a la vez, un deber: convertir su capital político en precedentes que sobrevivan al ciclo político y den larga vida a su movimiento.
Lectura sugerida: Por qué fracasa la política, de Ben Ansell (Ariel).
Gracias, LGCH.