El siglo XXI ha sido, hasta ahora, el siglo de los indignados. Especialmente los jóvenes, pero también buena parte de la población adulta, se muestran descontentos ante el panorama político, económico y social. Las instituciones pierden credibilidad y se debilitan, generan desconfianza. Surgieron así en varios países movimientos anti-establishment, tanto de derecha como de izquierda, aunque en los últimos años han preponderado los primeros.
La indignación, la rabia social y los reclamos por la justicia social han dado pie a otro fenómeno importante que domina el comportamiento político y militante de nuevas generaciones, especialmente de izquierda: la cultura de la cancelación.
Ante la imperante violencia (de género, racista y clasista, entre otras) y las desigualdades asociadas a estas últimas, los desamparados desarrollaron la cancelación como una herramienta de autodefensa que ahora se está volviendo contra los propios movimientos progresistas.
La idea detrás de la funa o cancelación, en su origen, ha consistido en señalar a los actores poderosos que cometen injusticias —ante las cuales las autoridades, por falta, omisión o mal diseño de fábrica, no respondían— para intentar hacerles rendir cuentas, expulsándolos de los espacios en los que ejercen violencia o, al menos, aprovechando los fenómenos de viralidad de redes sociales para lograr un escarnio público, un ostracismo social que los lograse castigar y desincentivar su reincidencia.
El término funa, por ejemplo, tiene una historia política importante en América Latina. Proviene de la iniciativa chilena Comisión FUNA, creada en 1999 por la organización Acción, Verdad y Justicia (HIJOS‑Chile). Su propósito era visibilizar públicamente a personas que habían cometido crímenes durante la dictadura de Pinochet, especialmente torturas o desapariciones, cuando la justicia institucional había fallado o evadido sanciones. El lema de la comisión se mantiene hasta la fecha como “Si no hay justicia, hay FUNA”.
La funa o cancelación puede ser en muchos casos una herramienta legítima. Sobre todo cuando no queda otra alternativa para enfrentar la injusticia y especialmente cuando es usada contra actores que de ninguna otra forma estarían dispuestos a rendir cuentas. También cuando es imperante expulsar a personas de determinados espacios porque hay un riesgo real y manifiesto de que la violencia se siga produciendo.
Sin embargo, hoy en día, la cancelación se usa con demasiada soltura, muchas veces al interior de nuestras propias comunidades. La cancelación no repara, no restaura y no genera sanación para las víctimas. No transforma las estructuras sociales. Del lado de los perpetradores, no genera aprendizajes ni cambios de conciencia. Simplemente, la cancelación se configura como una forma de resarcir el ansia punitiva de parte de la sociedad. Queremos castigo y queremos ver que se castiga. Esto es una respuesta justa a la rabia y la indignación, pero una respuesta incompleta y pocas veces eficaz.
Por un lado, en muchas ocasiones se confunden daños, controversias y malentendidos, característicos de la propia convivencia social, con injusticias o abusos. Ante esto, la lógica de la cancelación no proporciona el espacio para la generación de diálogos y la resolución de conflictos. Agrava problemas y agudiza tensiones que podrían ser resueltas de maneras alternativas. El hecho de que las denuncias se hagan en internet no ayuda en este aspecto, pues la distancia generada por las pantallas y las rápidas respuestas que nos exigen las lógicas de la viralidad impiden intercambios sinceros y profundos.
Por otro lado, en los casos en los que efectivamente se trata de violencias y abusos surgidos de una desigualdad de poder, la cancelación no va de la mano con una pedagogía crítica que permita la transformación social. Cuando a un individuo se le aisla socialmente y se le expulsa de todos los espacios a los que pertenece, se imposibilitan condiciones de aprendizaje y cambio de comportamiento. Simplemente estamos creando nuevas prisiones sociales.
Posiciones de derecha denostan con vehemencia la llamada corrección política, escudándose en una defensa equívoca y a ultranza de la libertad de expresión. Cuestionar las desviaciones y los extremos de la cancelación no debe acercarnos a esas posiciones y argumentos.
El machismo, el racismo y el clasismo los debemos seguir cuestionando sin silencios cómplices, lo mismo que debemos reconocer la alta prevalencia del acoso sexual y entender movimientos como el MeToo. Al mismo tiempo, podemos ser críticos al interior del pensamiento progresista. Debemos cuestionar las herramientas que no están generando soluciones, sino que están alienando a sectores sociales que —sin reconocerlo— rápidamente se acercan a las extremas derechas.
Lectura recomendada: Contra la cancelación. Y otros sueños de justicia transformativa, de adrienne maree brown (U-Tópicas).
Gracias, LGCH.