La presidenta de México tiene la oportunidad única de ejercer el poder para transformar el sistema político mexicano en beneficio de las mayorías, profundizando la vida democrática y dando larga vida a una forma estable y legítima de lucha por el poder con elecciones libres, con mecanismos de inclusión de minorías, con garantías de libertades políticas plenas y con racionalidad en el gasto electoral.
El recorrido de las reformas ha sido paradójico: mientras que la liberalización económica requiere desregular mercados, romper monopolios, desburocratizar, desmontar la intervención estatal en la economía, la apertura democrática se construyó multiplicando candados. La transición desde el autoritarismo priista hacia un sistema pluripartidista llevó a una sobrerregulación que nació de la desconfianza.
Después de cada elección federal, los partidos consensuaban una reforma de parches diseñados para curar las heridas de la elección inmediata anterior. Algunos cambios en la legislación modificaron la forma de transferir recursos de los partidos a los grandes medios de comunicación, con la prohibición de contratar espacios de radio y televisión; otros solo fueron zurcidos invisibles para tapar agujeros de fiscalización, proscribir la participación sindical en los comicios o aumentar al umbral del porcentaje necesario para mantener el registro como partidos...
Cada reforma —desde la creación del Instituto Federal Electoral (IFE) hasta las reformas de 1996, 2007 y 2014— se acompañó de mecanismos de control, verificaciones cruzadas y límites estrictos para evitar el regreso del viejo régimen. Nuestro sistema político es heredero de un diseño pensado para contener, antes que para incluir. El debate sobre la interpretación de la sobrerrepresentación en el Congreso se debió a un parche legal incompleto. Se eliminaron las coaliciones con un solo logo y transferencias de votos. Sin embargo, no se armonizaron los artículos que deberían diferenciar con precisión entre la figura, derechos y restricciones de una coalición y de los partidos que la integran.
La combinación de mayoría relativa y representación proporcional buscó facilitar la transición, permitiendo que minorías accedieran al Congreso sin desafiar el dominio territorial del PRI. Este modelo híbrido generó distorsiones. Las listas plurinominales —cuyos integrantes son designados por las dirigencias— han perpetuado élites desconectadas de las bases. En su origen, estos escaños permitían incluir a especialistas en temas legislativos técnicos que podrían ser incapaces de ganar una elección en su manzana, pero ser valiosos presidiendo comisiones sobre asuntos de su pericia. Fueron los dirigentes de los partidos políticos quienes provocaron el rechazo social a estas figuras cuando optaron por colocarse a sí mismos como cabezas de lista.
¿Cómo mantener la representación plural de la sociedad en el Congreso, fortaleciendo la conexión entre votantes y legisladores, reduciendo el control de las cúpulas partidistas sobre la designación de los legisladores?
Aquí entra el repechaje, mecanismo utilizado en Ciudad de México y en países como Alemania y Nueva Zelanda, que asigna escaños a los “mejores perdedores” de las elecciones uninominales, en proporción al porcentaje de votos obtenido por su partido. Si una fuerza gana el 15% de los votos, pero no logra ningún distrito uninominal, el repechaje le da derecho a ocupar escaños plurinominales en esa proporción a candidatos y candidatas con mayor votación. Para conservar la paridad se elaboran dos listas por género, en orden de la votación obtenida. La lista de representación proporcional concentra el poder en las dirigencias; el repechaje lo devuelve a la base.
Las minorías políticas en las cámaras cumplen roles clave: introducen temas ausentes en la agenda de los grandes partidos y facilitan la representación de comunidades y proyectos de regiones que de otra manera serían excluidas. Dotan de legitimidad a todo el sistema y reducen la desafección política.
Las reformas políticas durante la transición (que formalmente enterró Nexos con su edición Réquiem por la transición democrática) consistieron en pactos entre las cúpulas partidistas donde se cedían mejores condiciones de competencia desde el poder para evitar cederlo todo.
La próxima reforma electoral no parte desde la presión opositora porque se cayó el sistema (1988), porque se ganó con un estrecho y cuestionado margen (2006) o porque se produjo un pacto de élites (2012). Es la posibilidad que tiene un gobierno de izquierda audaz para usar el poder para transformar, para democratizar la democracia.
La principal responsabilidad de quien llega al poder es mantener su mayoría y la presidenta puede impulsar una reforma profunda sin arriesgarla. Puede legar un sistema electoral que evite que los peores errores del pasado se repitan.
Lectura sugerida: The Cultural Roots of Democratic Backsliding, de Pippa Norris (Oxford University Press).
Gracias sin fin, LGCH.