En distintas latitudes se viven momentos de tensión política. En Estados Unidos, Trump celebra su cumpleaños con un desfile militar por todo lo alto al que solo le faltó un pequeño detalle: contar con asistencia ciudadana. El autohomenaje crea polémica y divide aún más a la población. Sus opositores lo consideran un despilfarro de recursos y un acto más propio de Corea del Norte que de EU, aunque bien sabemos que los desfiles militares también causan fascinación a líderes de países democráticos.
Simultáneamente, centenares de movilizaciones se llevan a cabo a lo largo del país en torno al No Kings Day, para oponerse así al creciente autoritarismo del trumpismo. Los Ángeles sigue en llamas, con peleas entre manifestantes que defienden a los migrantes, la policía local y la migra (ICE). A raíz de la escalada de tensiones en California, Trump se enfrenta retóricamente con el gobernador de la entidad, Gavin Newsom, y convoca de manera inédita a la Guardia Nacional, una fuerza militar de reserva que suele estar encargada de apoyar en desastres naturales más que de enfrentarse a civiles.
Aunque Trump tiene una baja aprobación (solo del 44%), su política migratoria parece ser su mayor fortaleza: antes de las movilizaciones en Los Ángeles, el 51% de la población aprobaba sus medidas para el control migratorio y de defensa de la frontera. Esto nos habla de una polarización muy marcada, como también lo hace el tiroteo producido el pasado sábado contra dos congresistas estatales del Partido Demócrata en Minnesota. Ataques con motivaciones y consecuencias políticas.
La violencia política también golpea al otro lado del continente, en Colombia, donde hace diez días un sicario de tan solo quince años disparó en la cabeza, en pleno evento preelectoral, al senador y precandidato Miguel Uribe Turbay, del partido opositor Centro Democrático. Los colombianos miran con miedo el incidente y se preguntan si este supone un retorno a la década de los 90, en la que candidatos presidenciales de izquierda y derecha eran asesinados durante las campañas electorales. Precisamente en el año 91, la periodista y madre de Miguel Uribe Turbay, Diana Turbay, fue secuestrada y asesinada por Los Extraditables, alianza de narcotraficantes liderada por Pablo Escobar que buscaba presionar al gobierno colombiano para ilegalizar las extradiciones a Estados Unidos. La violencia narcopolítica de finales de siglo, retratada por García Márquez en Noticia de un secuestro, marcó la conciencia política de un pueblo colombiano que ahora teme volver al pasado.
Gustavo Petro se encuentra en las antípodas ideológicas respecto a Trump, pero comparte una baja aprobación ciudadana (del 37% en el caso del colombiano) y un manejo errático de las crisis políticas. A más de un año de la ruptura de la coalición gobernante, que implicó la expulsión de siete de los ministros de su gabinete y la pérdida del apoyo en las cámaras legislativas de los partidos que lo llevaron a la presidencia, Petro navega el álgido clima político sin ahogarse todavía, pero definitivamente a contracorriente. Faltando un año para las elecciones presidenciales, no ha logrado acabar con la violencia en el país y cumplir con su objetivo de “paz total”. Solo tres días después del intento de asesinato del senador opositor, en los departamentos del Cauca y Valle del Cauca, grupos disidentes de la extinta guerrilla de las FARC llevaron a cabo diversos atentados que dejaron al menos siete muertos.
Con la violencia de trasfondo, Petro se aferra a convocar por decreto a una consulta popular que le confiera el apoyo a su reforma laboral que el congreso le ha negado. Si los tribunales tumban el polémico decretazo, el presidente amenaza con celebrar una Asamblea Constituyente. A lo largo del espectro político, la opinión pública coincide en que la controvertida personalidad de Petro le ha impedido llevar a cabo las negociaciones necesarias para garantizar la gobernabilidad. Sus defensores alegan que, como es tradición en la historia de la izquierda latinoamericana, la oposición no le ha dejado gobernar. Sus detractores ven en él un líder testarudo y caprichoso que en momentos de crisis nacional no apacigua, sino que agita el avispero con sus intervenciones públicas.
Colombia y Estados Unidos nos muestran que la polarización y la violencia políticas se producen y reproducen en contextos diferentes, con gobiernos de ideologías políticas incluso contrarias, en los que se cuestiona la capacidad del modelo económico para reducir las brechas de desigualdad, la incapacidad o falta de voluntad de los líderes para generar consenso, la necesidad de sabotear al oponente hacia o desde el poder y el paso de la desafección política hacia la ira social.
Lectura recomendada: ¿Plomo es lo que viene? Dos años de Paz Total: balances y retos de León Valencia (Aguilar, Colombia).
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