Segundo piso

La banalización de la violencia

La violencia en su carácter banal nos aletarga y elimina nuestra capacidad de sentir empatía. El hartazgo da pie al individualismo y el sufrimiento ajeno se traduce en cifras mudas.

¿Cómo podemos hacer una fenomenología política de la violencia en el México contemporáneo?

Hannah Arendt, en su clásico análisis del juicio de Adolf Eichmann, artífice logístico del Holocausto, introduce el concepto de la “banalidad del mal”. En un sistema totalitario como el de la Alemania nazi, en el que la obediencia prima sobre el pensamiento crítico, el mal es banal e incluso burocrático porque no lo ejercen sujetos malévolos, sino personas comunes, con motivaciones corrientes. Esto último es tremendamente preocupante para Arendt porque, si cualquier persona, dadas ciertas condiciones estructurales, puede ejecutar las acciones más crueles, el mal se vuelve más difícil de detectar y prevenir, y la noción de responsabilidad moral se diluye y pierde sentido. En México estamos siendo testigos de una banalización de la violencia, pues tanto su ubicuidad como la impunidad que tan frecuentemente la acompaña ponen en tensión nociones simples de responsabilidad: si la violencia es estructural, apuntar a los distintos nodos que la componen no es suficiente.

La violencia se nos presenta en una dicotomía contradictoria. Por un lado, está tan integrada en la cotidianeidad de la vida que se vuelve banal: es tan común que no llama la atención ni causa alarma. Está integrada en la cultura que consumimos y disfrutamos. No se trata solo de la nueva corriente musical de los corridos tumbados, tan estigmatizada en los últimos meses. La cosa viene de lejos e involucra a una amplia variedad de formas culturales, desde series de televisión como Narcos hasta el irresponsable y especulativo tratamiento de los homicidios por parte de la prensa amarillista (y a veces incluso de la prensa que consideraríamos seria). En este sentido, nos hemos desensibilizado de la violencia y acostumbrado a atestiguarla.

Por otro lado, si bien la violencia nos rodea, hay casos que rompen con esta monotonía. El martes pasado, todo el país amaneció alarmado por el asesinato de Ximena Guzmán y José Muñoz, colaboradores cercanos de la jefa de Gobierno Clara Brugada, a plena luz del día y en una de las avenidas con más afluencia de la capital. Este terrible acontecimiento nos genera miedo e indignación. En marzo, cuando se revelaron los horrores de Teuchitlán, emociones similares se desarrollaron en la opinión pública. Miedo, rabia y estupefacción dominaron por un periodo las emociones políticas de la nación. En casos tan extremos de violencia, esta se vuelve incomprensible, inenarrable. Se convierte en una experiencia límite, pues no nos podemos explicar cómo es posible que suceda.

La violencia en su carácter banal nos aletarga y elimina nuestra capacidad de sentir empatía. El hartazgo da pie al individualismo y el sufrimiento ajeno se traduce en cifras mudas y se representa en imágenes en las noticias que nos hacen cambiar de canal o que las propias redes sociales ya nos hacen el favor de ocultar con filtros inteligentes. La indignación política se convierte en resignación. La transformación se imposibilita ante la inacción y la pasividad —“todo es siempre igual y nada puede cambiar”—. La desafección política hace que los ciudadanos dejen de confiar en las instituciones y estas se vuelven cáscaras vacías, conglomerados burocráticos que no atinan a resolver los problemas de la ciudadanía. Que la ciudadanía no se involucre políticamente es grave, pues como Antonio Machado bien advertía: “Haced política, porque si no la hacéis, alguien la hará por vosotros y, probablemente, contra vosotros”.

La violencia como experiencia límite nos deja en shock. Su intensidad nos paraliza. El miedo nubla nuestro juicio y nos acerca a extremos políticos peligrosos. Las victorias electorales de Bukele son prueba de cómo el miedo puede llevar a la renuncia de derechos y libertades básicas. Lo paradójico de la alternativa autoritaria es que intenta eliminar la violencia con más violencia. El tejido social roto que generó las condiciones para el surgimiento de grupos criminales se resquebraja aún más.

El gran reto para México es no quedarse en el impasse de la dicotomía aquí planteada. Tomarse la violencia en serio, pero no sensacionalizar para sacar rédito comercial o político. Atender la urgencia de la impunidad, sin usar a las víctimas como instrumentos electorales para hacer oposición. Conectar y compartir el sufrimiento de las personas afectadas, pero no dejarse llevar por la ira convertida en autoritarismo.

Lectura recomendada: Decir el mal. La destrucción del nosotros de Ana Carrasco Conde (Galaxia Gutenberg).

Gracias a LGCH por su apoyo invaluable.

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