La historia parece de Netflix: decomisos de hidrocarburos por millones de litros y un negocio ilícito varias veces mayor que los desfalcos de Segalmex o la Estafa Maestra. En el centro están dos sobrinos políticos del exsecretario de Marina en tiempos de López Obrador, con el propio exsecretario —y hasta el expresidente— en la estela. Cuesta creer que algo de ese tamaño pasara inadvertido, más aún con reportes previos sobre conductas ilícitas de esos marinos.
El expediente suma asesinatos y muertes que abren más preguntas y generan todo tipo de sospechas. Y, sobre todo, asoma un choque potencial entre la presidenta y López Obrador: aunque nada lo implique directamente en el asunto, difícilmente le gustará que el fuego se acerque tanto a él y a los suyos. Como mínimo, el caso evidencia que ni la corrupción ni el huachicol se acabaron en su sexenio, como había dicho el expresidente; al contrario, más bien parecen haber escalado a niveles inéditos.
Esta trama exhibe como ninguna otra la manera en que la corrupción y el crimen organizado permearon instituciones y cuadros clave del gobierno de López Obrador. Estamos ante el caso de corrupción más grande del que se tenga registro. Y, a diferencia de otros, aquí no hay manera de desplazarlo hacia gobiernos panistas o priistas: todo cae en la cancha de Morena y corresponde a la nueva época de la 4T.
El paso dado merece reconocimiento. Tocar a altos mandos de la Marina y dejar mal parado al gobierno anterior no es menor: exige valor y determinación. Es llevar el quiebre con la política de “abrazos, no balazos” al siguiente nivel, porque ahora se revelan complicidades en la cúspide y toca uno de los pilares del lopezobradorismo: la “honestidad valiente”.
Al exhibir las grietas de la narrativa anticorrupción de López Obrador, Sheinbaum abrió un frente interno tan delicado como ineludible. Tras las acciones de la última semana, la presidenta enfrenta una encrucijada que puede marcar el rumbo de su gobierno: seguir hasta donde tope, con el riesgo de dejar aún peor parado al expresidente —y a la Marina, con todo lo que implica—, o contener las investigaciones, con el costo de quedar expuesta a acusaciones de complicidad.
La velocidad con la que se intentó deslindar al almirante Rafael Ojeda —sin que haya indicios de que siquiera se le quiera citar a declarar— y la contundencia con la que se separó la reciente muerte de dos marinos de las investigaciones en curso, sugieren que la intención es acotar todo a la conducta ilícita de algunos elementos dentro de la Marina. Pero esto deja abierta la puerta a que, como lo hace Raymundo Riva Palacio en su columna del jueves, se argumente que hay un encubrimiento en marcha para limitar el daño político y evitar que el caso toque a López Obrador.
El punto no es que el expresidente haya quedado expuesto legalmente por haber participado en estos enjuagues —no veo eso ni de lejos—, sino que ha quedado expuesto políticamente, y supongo que debe estar profundamente molesto con el rumbo de los acontecimientos. A López Obrador le gusta controlar la agenda y la narrativa sobre él y su movimiento. Hoy parece un mero espectador.
Es imposible saber cómo percibe López Obrador el trato que su sucesora le da a él y a su legado. Ahí entran las pasiones y se sacuden las lealtades en formas difíciles de prever. Lo que sí sabemos es que, ante los embates, López Obrador suele doblar la apuesta y fugarse hacia adelante.
Por eso no lo imagino sentado en Palenque mirando pasivamente cómo se desenvuelve todo esto. Menos aún cuando este caso se suma al del secretario de Seguridad Pública de Tabasco en tiempos de Adán Augusto López, y al golpeteo contra su hijo Andrés por las fotos de su viaje a Japón —aunque en ninguno de estos asuntos haya tenido que ver la presidenta.
Hasta hace unos meses, la ausencia de una oposición efectiva le había permitido a Sheinbaum avanzar sin grandes tropiezos. Sus complicaciones mayores venían del otro lado de la frontera. Hoy, el panorama político luce mucho más enredado.
La presidenta navega entre riesgos que pueden redefinir su sexenio: seguir adelante implica tensar su relación con López Obrador y con el ala más dura de Morena, donde la memoria de agravios se acumula y se cobrará en el momento menos oportuno. Contener el caso, en cambio, sería asumir el costo de la inacción, amplificado por la presión internacional, las filtraciones inevitables y el daño a su propia autoridad moral.
Ninguna de las rutas ofrece salidas fáciles. Lo que está en juego no es solo el manejo de un escándalo monumental, sino la manera en que Sheinbaum definirá su relación con el poder real que aún encarna López Obrador. Hizo lo correcto al actuar, pero la verdadera prueba será mantener la ruta. Esta historia apenas comienza y su desenlace —que puede redefinir a la 4T y marcar el carácter de su presidencia— está por escribirse.