El motor que desde Palacio Nacional mueve la reforma electoral no es la limpieza de las elecciones, la equidad en la contienda ni la representatividad del Congreso. Por lo que ha dicho la presidenta, el impulso va en otra dirección: reducir el gasto electoral y desmontar el sistema de plurinominales. Que las elecciones cuesten menos y que todos los candidatos hagan campañas territoriales. Nada de esto es irrelevante, por supuesto. Pero tampoco es lo que se necesita para mejorar la calidad de nuestras elecciones y, según cómo se resuelva, puede incluso terminar siendo contraproducente.
Todavía no se conoce el contenido final de la reforma. La comisión presidencial apenas se integró y la presidenta le ha dado hasta enero de 2026 para presentar una propuesta. Sin embargo, tanto la forma en que fue conformada como las declaraciones de la propia presidenta y de Pablo Gómez ya dejan entrever el tipo de reforma que se perfila. En ninguno de esos dos planos hay el menor gesto de apertura hacia las voces críticas o la oposición. Todo apunta a un proyecto diseñado desde y para el grupo en el poder, guiado por sus cálculos e intereses, no por la intención de abrir espacios y encauzar institucionalmente el disenso.
La integración de la comisión sugiere que el plan sea, sin más, avanzar con la iniciativa del Plan A de López Obrador. Dicho de otro modo, el método elegido por la presidenta para procesar este cambio no apunta a que será, como otras reformas, una simple copia calcada de un plan heredado. Es cierto que Pablo Gómez ha sido repetidamente mencionado como uno de los arquitectos de la propuesta del expresidente. Pero en la comisión también figuran perfiles que, con toda probabilidad, responderán a la presidenta. La lectura natural es que Sheinbaum quiere que esta sea su reforma, no la de su antecesor.
Lo que se observa, al incluir a quienes le son leales y a otros que más bien responden a López Obrador, es un intento de equilibrio hacia adentro de Morena. Pero ese balance es estrictamente interno: no busca tender puentes más allá de la coalición gobernante. Las críticas diarias a los opositores desde la mañanera, y las descalificaciones puntuales de la presidenta hacia los exconsejeros más vocales en este tema, no dejan lugar a dudas: la reforma se cocina pensando en el poder del grupo gobernante, no en abrir cauces más amplios a la democracia.
Desde el poder, lo que está en juego —como lo ha dejado ver la propia presidenta— es debilitar a figuras como Adán Augusto y Ricardo Monreal, que, a través de las listas plurinominales, tienen garantizado un espacio en el Legislativo aun cuando arrastran una fuerte carga negativa. Como apunta Viri Ríos en su columna de Milenio esta semana, la finalidad última para Sheinbaum es “impedir que, aprovechando las mismas reglas que en su momento fomentaron el pluralismo, el Morena idealista sea devorado por el Morena menos probo”.
Se entiende el juego de poder y la intención saneadora que motiva a la presidenta. Es legítimo que un liderazgo busque depurar a su propio partido de prácticas o personajes que considera dañinos. Pero ese es un asunto que debería resolverse con reglas y definiciones internas de los partidos. La reforma electoral, en cambio, tendría que estar orientada a mejorar las condiciones para la competencia entre las fuerzas políticas del país y a garantizar que la representación en el Poder Legislativo refleje de manera más fiel el peso real que cada una obtuvo en las urnas. Y en los esbozos de lo que está por venir, no hay nada de eso.
De hecho, reducir a rajatabla el financiamiento del INE y de los partidos, y eliminar las listas plurinominales sin establecer un sistema que mitigue —o, mejor aún, elimine— la grosera sobrerrepresentación de Morena, tendría exactamente el efecto contrario: debilitaría la competencia y deterioraría la representación política.
Es cierto que mucho está por definirse en los próximos meses y que el listado de temas presentado esta semana es amplísimo: va desde “el sistema de partidos” hasta la “libertad de difusión de opiniones” (lo que sea que eso signifique), pasando por “la representación del pueblo” y el “financiamiento de los partidos”. La propuesta definitiva podría resultar mejor de lo que, hasta ahora, se ha planteado de manera muy general. Pero también podría ser mucho peor si, por ejemplo, se opta por la elección directa de los consejeros electorales del INE.
Si nos guiamos por el récord de las reformas impulsadas por López Obrador y por Sheinbaum, no hay mucho espacio para el optimismo. Podrá discutirse la urgencia de los problemas que cada una buscó atender, pero lo que no admite debate es que todas han estado más orientadas a concentrar poder que a repartirlo. La lógica de los pesos y contrapesos, de contener el poder presidencial y de construir acuerdos con la oposición, simplemente no forma parte del ADN político de Morena.