Desde el otro lado

¿Quién manda aquí?

La estrategia que Trump aplica internacionalmente no difiere de la que usa dentro de EU, pero tampoco de lo que hace Sheinbaum en México: ambos concentran poder, eliminan contrapesos y avanzan, cada uno a su manera

Hace poco más de un mes, Trump exhibió el poder militar de Estados Unidos con un ataque devastador en Irán. El domingo pasado desplegó otra forma de poder: el económico. Logró un acuerdo comercial con la Unión Europea claramente favorable a Estados Unidos, alineado por completo con sus exigencias. Este jueves volvió a postergar su decisión sobre los aranceles a México. La espada de Damocles sigue ahí. ¿Por cuánto tiempo más? Por el que Trump decida. Porque si algo hemos aprendido, es que en esta relación bilateral la decisión final es suya, y solo suya.

Para mantener el acceso al mercado de Estados Unidos, la Unión Europea aceptó una tasa de 15 por ciento a sus exportaciones y se comprometió a comprar 750 mil millones de dólares en productos energéticos antes de 2028, además de invertir 600 mil millones en territorio estadounidense. Este acuerdo, como señala Alberto Alemanno en Project Syndicate, “legitimó la coerción bilateral en detrimento de un sistema multipar de reglas”. Más que una negociación, fue —según el autor— una capitulación de los europeos frente al poder de Trump.

Y es que, como advierte Ross Douthat en su columna de esta semana en The New York Times, Estados Unidos no es un actor del que se pueda prescindir: su poder económico es demasiado grande como para ignorarlo, evadirlo o aislarte de él. Sobre esta base, Trump está reconfigurando el orden internacional, sustituyendo la cooperación basada en normas e instituciones por una lógica transaccional, regida por la fuerza y el poder.

En este nuevo mundo, es imposible anticipar qué decisión tomará Trump sobre los aranceles a México en los próximos 90 días. Lo que sí es un hecho es que serán más altos que los que existían antes de su llegada al poder, que presentará el anuncio como una victoria personal y que dejará sobre México la amenaza constante de revisarlos si considera que no está haciendo lo suficiente contra el narcotráfico. No estamos ante el final de este sube y baja arancelario; la incertidumbre continuará, con todo lo que esto significa para nuestra economía.

Frente a un Trump empoderado, no es poco lo que ha podido hacer el gobierno de Sheinbaum para contenerlo. Lo que ha hecho, lo ha hecho bien, pero quizá más importante es lo que no ha hecho: engancharse en una pelea en la que México sería quien más tendría que perder. En el mundo de hoy, no prevalece quien tiene la razón, sino quien tiene el poder. Trump lo sabe… y Sheinbaum también.

Pero aquí es donde la historia se vuelve incómoda. La estrategia que Trump aplica internacionalmente no difiere de la que usa dentro de Estados Unidos, pero tampoco de lo que hace Sheinbaum en México: ambos concentran poder, eliminan contrapesos y avanzan, cada uno a su manera, sobre todo lo que se les opone. Porque para uno, como para la otra, lo importante es dejar claro quién manda.

Trump gobierna por medio de órdenes ejecutivas, reconfigura la presidencia a su antojo, domina el Partido Republicano e impone sus decisiones en el Congreso. Ha doblegado a instituciones y actores sociales —como medios, universidades y grandes despachos de abogados— que han sido incapaces de contenerlo. Marca la agenda, arrincona, desacredita, castiga y premia según le conviene, sin que nadie —salvo las cortes— lo detenga. Como con los aranceles, las consecuencias de largo plazo de sus decisiones no entran en el cálculo: lo único que importa es que nadie se le cruce.

En México, López Obrador exhibió ese mismo resorte cuando canceló el NAIM, sin preocuparse demasiado por el costo de esa decisión ni por su impacto en la percepción de México entre los inversionistas. Basta recordar que, al hacer ese anuncio, colocó sobre su escritorio un libro titulado ¿Quién manda aquí? No fue una decisión técnica ni económica, sino un mensaje político: aquí se hace lo que yo digo.

El Plan C, diseñado por López Obrador y puesto en marcha por Sheinbaum, tuvo el mismo propósito: borrar cualquier contrapeso al poder presidencial. Que las reformas generaran desconfianza entre inversionistas o alertas sobre el Estado de derecho no importó. El cálculo no fue económico, sino político: consolidar el poder y eliminar contenciones.

Consumadas las reformas del Plan C, Sheinbaum gobierna ya sin contrapesos institucionales. Ha reconfigurado el Poder Judicial, desaparecido órganos autónomos y ahora planea reformas que debilitarían al INE y reducirían la representación opositora. López Obrador definió el plan para concentrar el poder; Sheinbaum lo ha puesto en práctica.

La ironía es clara: Sheinbaum padece que Trump tenga tanto poder y lo imponga en los distintos temas de la relación bilateral —aranceles incluidos—, pero hace lo mismo en México. La diferencia principal no está tanto en los métodos, sino en el tamaño del poder de cada uno.

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