Cuando Gerardo Fernández Noroña exigió una disculpa pública en el Senado a un ciudadano que lo confrontó en un aeropuerto, su justificación fue reveladora: el ciudadano había atacado “lo que él representa”. No a él como persona, sino a su investidura. En esa frase se condensa una de las contradicciones más profundas del populismo contemporáneo: la coexistencia de un discurso igualitario con prácticas abiertamente jerárquicas.
Esa autoconferida superioridad no proviene solo del cargo que ostentan, sino, sobre todo, de la causa que dicen encarnar y de la integridad moral que se atribuyen. “No somos iguales”, repetía López Obrador. Esta frase resume la lógica de su posicionamiento político: una distinción tajante frente a los políticos del pasado, manchados por la corrupción y repudiados socialmente. Pero ese contraste con el pasado, que han marcado de forma deliberada, también eleva las exigencias sobre su conducta y expone con mayor crudeza sus propias incoherencias.
Una muestra clara de ese doble discurso son las crecientes restricciones —en muchos casos, censura abierta— a la crítica pública. Es cierto que la censura no es algo nuevo. Sin embargo, si la 4T se presenta como una ruptura con el pasado y un verdadero cambio de régimen, cabría esperar una actitud radicalmente distinta frente a la crítica. Ese desfase entre el ideal proclamado y la práctica resulta políticamente insostenible para un proyecto que cifra su legitimidad en la diferenciación moral.
Al periodista Héctor de Mauleón se le impusieron medidas cautelares que ordenan retirar columnas sobre el presunto huachicol en Tamaulipas y abstenerse de mencionar a Tania Contreras —exconsejera jurídica del gobierno estatal de Morena—, tras acusaciones de calumnia y violencia política de género. En Sonora, la tuitera Karla Estrella fue sancionada con multa, registro en el padrón de agresores y disculpa pública diaria durante 30 días.
Los ejemplos se multiplican por todo el territorio nacional. En Campeche, la gobernadora Layda Sansores denunció al periodista Jorge Luis González, lo que resultó en su vinculación a proceso, inhabilitación por dos años y una indemnización de dos millones de pesos por daño moral. Y en Puebla, una ley de “ciberasedio”, promovida por el gobernador Alejandro Armenta, castiga con prisión y fuertes multas a quienes “injurien u ofendan” en línea, en una redacción tan ambigua que ha sido señalada como un riesgo directo para la libertad de expresión.
No veo que estemos ante una ofensiva orquestada desde Palacio Nacional. Pero preocupa que la presidenta Sheinbaum, lejos de condenar estos casos, los minimice: primero los reduce a un “nuevo tema” de crítica contra su gobierno y luego respalda públicamente tanto al gobernador de Puebla, Alejandro Armenta, como a la de Campeche, Layda Sansores. “Ahora todos traen censura, censura, y nadie los censura”, dijo en su conferencia matutina, insistiendo en que en México existe la mayor libertad de la historia.
No sé si bastaría para frenar este acoso a la crítica, pero tendría un enorme peso simbólico y político que la presidenta, en vez de convalidar estas acciones, se pronunciara con claridad en contra. No hacerlo equivale —para muchos de los suyos— a darles carta blanca para seguir por ese camino. Al negar la existencia de censura, la presidenta envía la señal de que el debate sobre la censura no es más que la nueva excusa para golpear a su gobierno y, más ampliamente, a la 4T.
Esta lógica es precisamente la que hace este momento diferente y más riesgoso para la crítica. No es como con los gobiernos priistas, cuando se sabía que se estaba censurando a los medios para cubrir fechorías. Era una censura cínica y vergonzosa, que reconocía implícitamente su naturaleza incorrecta.
La censura, desde siempre, se ejerce porque se puede. Las condiciones actuales la facilitan: tribunales dóciles que convalidan las denuncias más endebles, una oposición fragmentada e irrelevante y una sociedad civil que no reacciona con la fuerza suficiente para frenar estos embates.
Pero lo que hace este momento diferente —y más peligroso— es que la censura no solo ocurre porque se puede, sino porque se piensa —o al menos se dice— que se debe. No se aplica con vergüenza, sino con una convicción moral, genuina en algunos casos, oportunista en otros. En esta lógica, no se trata de silenciar, sino de defender un proyecto contra cuestionamientos políticamente motivados y, en el extremo, como lo dicen algunos morenistas, de impulsos golpistas. No se trata de limitar la libre expresión, sino de “defender la transformación”.
Cuando la censura se considera virtuosa, pierde cualquier autolimitación. Y ahí radica el verdadero peligro en nuestro tiempo.