Académico de la Facultad de Ingeniería de la Universidad Panamericana

Cuando el humo se disipe: la IA frente a su prueba de realidad

Cada vez que una organización prestigiosa falla en un proyecto de IA mal diseñado, no se erosiona solo su credibilidad, sino la confianza colectiva en la tecnología misma.

Hace unos días, Deloitte tuvo que devolver parte del pago por un informe de casi medio millón de dólares australianos que elaboró para el gobierno de Australia. El documento, creado con ayuda de herramientas de inteligencia artificial, incluía referencias falsas, citas inexistentes y hasta una sentencia judicial inventada. No fue un algoritmo el que lo descubrió, sino un académico que decidió leerlo con atención. El hecho, más allá del error técnico, representa un golpe directo a la reputación de una de las consultoras más grandes del mundo, y simboliza algo más profundo: el comienzo del desgaste de la narrativa de que la IA “ya puede hacerlo todo”.

Durante los últimos meses, los mercados han estado viviendo una fiebre alrededor de la inteligencia artificial. Las valuaciones de las empresas del sector se disparan, los fondos compiten por invertir en cualquier cosa que tenga “AI” en su nombre, y los gobiernos se apuran a lanzar estrategias nacionales que prometen transformar la economía digital. Pero lo que realmente está inflándose no es solo una burbuja financiera, sino una burbuja de reputación. Cada vez que una organización prestigiosa falla en un proyecto de IA mal diseñado, no se erosiona solo su credibilidad, sino la confianza colectiva en la tecnología misma. La burbuja no explotará por un único gran colapso, sino por mil pequeñas decepciones acumuladas: reportes con errores, modelos que alucinan, sistemas que no generan valor y promesas que se desvanecen al primer escrutinio serio.

En este contexto, NVIDIA probablemente será el primer dominó en caer. No porque no esté generando valor real, sino porque es la empresa más expuesta al entusiasmo desmedido. Su crecimiento depende de que el resto del ecosistema siga creyendo en una expansión infinita de la demanda por cómputo, por modelos más grandes, más caros y más voraces. Si la confianza en la rentabilidad de esos proyectos se empieza a erosionar —como ya sugiere el caso de Deloitte y otros fracasos institucionales—, el ajuste podría venir primero por el lado de quien simboliza mejor la fiebre: la empresa que fabrica las palas en medio de la fiebre del oro. Cuando la fiebre baja, los que vendían las palas también lo sienten.

El problema no es la IA, sino la forma en que se está utilizando. Muchas compañías y consultoras se han lanzado a mostrar que están “haciendo algo con inteligencia artificial”, aun sin tener una métrica clara de retorno ni un propósito concreto. Es el equivalente tecnológico de construir castillos en el aire: proyectos costosos, sin un verdadero retorno de uso, sin indicadores tangibles de impacto. En la práctica, se está confundiendo innovación con marketing, y adopción con apariencia de modernidad. Lo que antes era símbolo de vanguardia, hoy empieza a parecer oportunismo.

El caso de Deloitte expone el costo de esa prisa. En el afán de ser más eficientes o parecer más innovadores, olvidaron el principio más básico: validar la información, revisar las fuentes, ejercer el juicio humano. La inteligencia artificial no reemplaza el rigor, y usarla sin gobernanza es una invitación al descrédito. Cuando un informe público contiene errores fabricados por una máquina y aprobados por humanos, lo que falla no es el algoritmo, sino la cadena completa de responsabilidad.

Esa pérdida de credibilidad puede ser el verdadero detonante del estallido. Las burbujas tecnológicas, históricamente, no revientan solo por falta de capital, sino por la pérdida de fe. Y cada fiasco como este erosiona un poco más esa fe. Si seguimos tratando a la IA como un sello de prestigio en lugar de una herramienta de propósito, el mercado —y la sociedad— terminarán por hacer el ajuste.

Lo que necesitamos ahora no es más entusiasmo, sino más criterio. Volver a los fundamentos. Diseñar proyectos donde la inteligencia artificial responda a un problema claro, con datos auditables, responsables identificados y métricas de valor verificables. Porque cuando el humo se disipe, solo quedarán los casos de uso que realmente funcionen. El resto —los adornos, las modas, las promesas vacías— se desinflarán solos, dejando al descubierto que la verdadera revolución de la IA nunca estuvo en el brillo de las palabras, sino en la solidez de los resultados.

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