En México, el futuro de la educación ya comenzó, pero no está llegando a todos por igual. Mientras las escuelas privadas se apresuran a integrar herramientas de inteligencia artificial en sus aulas, las instituciones públicas siguen atrapadas en problemas más básicos: falta de conectividad, salones saturados y escasez de recursos tecnológicos. Este no es solo un asunto de innovación educativa, sino una señal alarmante de cómo la IA puede convertirse en la fuerza que agrave aún más las desigualdades estructurales del país.
Al recorrer algunos colegios privados en la Ciudad de México, ya es común ver sistemas de IA personalizados que apoyan el aprendizaje, plataformas adaptativas para enseñar matemáticas o lectura, e incluso asistentes automatizados que ayudan a los docentes a preparar clases. Para quienes estudian ahí, la IA es una herramienta cotidiana, tan natural como lo fue la calculadora para generaciones anteriores. Pero en el otro extremo del sistema, millones de estudiantes en zonas marginadas siguen usando libros obsoletos o computadoras que apenas encienden.
El problema es profundo porque no se limita al aula. En México, según datos recientes, hay más de 400 mil personas trabajando en programación, desarrollo de software o disciplinas tecnológicas relacionadas. Son empleos bien remunerados, con salarios muy por encima del promedio nacional, y con una demanda creciente que no se detendrá pronto. Pero la mayoría de quienes acceden a estos puestos vienen de contextos privilegiados: familias que pudieron pagar una escuela privada, que accedieron a educación bilingüe, y que tuvieron exposición temprana a la tecnología. Muchas veces, estas familias también fueron capaces de comprar una computadora en casa desde etapas formativas, permitiendo que sus hijos se familiarizaran con el lenguaje digital desde temprana edad, mientras que millones de estudiantes en escuelas públicas apenas tienen acceso a un equipo compartido y sin conectividad constante. ¿Qué posibilidades reales tiene un estudiante de secundaria en una comunidad rural sin internet de convertirse en desarrollador de IA?
Y lo más preocupante es que, a diferencia de la programación, la inteligencia artificial no será un nicho especializado: será transversal. Estará presente en casi todos los trabajos, desde la medicina hasta el derecho, desde el periodismo hasta el comercio. No se trata solo de formar programadores, sino de preparar a toda una generación para vivir, decidir y trabajar en un entorno donde la IA será omnipresente. La brecha ya no será entre quienes saben programar y quienes no, sino entre quienes entienden y usan la IA con criterio, y quienes dependen pasivamente de lo que otros diseñen para ellos.
Si no se hace algo ahora, lo que veremos en la próxima década será una consolidación brutal de la desigualdad: una élite preparada para trabajar con y junto a la inteligencia artificial, y una mayoría que apenas podrá consumir los productos generados por esas herramientas. Se habla mucho de la democratización del conocimiento que promete la IA, pero sin políticas públicas decididas, lo único que democratizará será la exclusión.
Y lamentablemente, el gobierno mexicano ha mostrado más inclinación por redactar regulaciones —muchas de ellas ambiguas y desconectadas de la realidad operativa— que por construir una estrategia nacional seria que impulse el desarrollo, la capacitación y la adopción responsable de la IA. Mientras otros países invierten en infraestructura, programas educativos y centros de innovación, en México el debate público sigue estancado en la teoría normativa.
El Estado mexicano no puede seguir mirando este fenómeno como una curiosidad tecnológica o un asunto de futuro lejano. Se necesita una estrategia nacional que entienda que la IA no es una moda, sino un nuevo eje de desarrollo económico, educativo y social. Hay que empezar por lo básico: equipar escuelas públicas, capacitar docentes, desarrollar currículos con pensamiento computacional, y fomentar alianzas con instituciones tecnológicas. También se deben activar programas comunitarios, centros como los PILARES de la Ciudad de México, para acercar estos conocimientos a quienes más los necesitan.
La inteligencia artificial tiene un potencial inmenso para transformar la educación, pero también para encerrarla tras un muro invisible. La pregunta no es si la IA llegará a todos, sino cuántos quedarán fuera mientras otros avanzan. Y en un país tan desigual como el nuestro, esa no es una discusión técnica. Es una discusión moral.